—Hay un hueco en la pared —le cuenta a la mosca que hace unos segundos ha llegado a posarse silenciosa sobre su nariz —aunque a ella (la mosca) la novedad no parece importarle—. A ella sí. Es la primera vez que se fija en el diminuto agujero anidado en el muro que la separa de la casa contigua; esa torre de ladrillos descoloridos a la que siempre da las espaldas. Espera, con las piernas colgando del borde de ese otro muro que divide el suelo del cielo, columpiando quedamente los pies que germinan —de cabeza, y en el aire— bajo las bastas de su pantalón que flota como tendido en un cordel, en el único rincón de la casa que podría decir que le pertenece —precisamente porque está vacío—. Por ahí es donde todos los días se asoma al aburrido vecindario estancado a su alrededor, a las vidas de los vecinos que caminan en chanclas por sus patios, haciendo cosas de lo más cotidianas de las formas más insólitas; moviéndose lentamente, con la parsimonia que les provoca el no saberse observados. Los espía desde lo alto, jugando a esconderse a tiempo cada vez que alguien levanta la vista como sintiendo su mirada escrutadora. La terraza ha sido siempre un buen sitio —el único, a ratos— para imaginar la vida. Embarcarse en viajes viendo los laberintos que los gatos recorren por los tejados del barrio, la ropa que cobra vida y personalidad propia en los alambres que el viento de esos días hace vibrar. Mirando a esas personitas desde arriba, puede inventarse las conversaciones que no oye, los sucesos que abajo no suceden. No sucederían nunca. No sucederán. La mosca despega de repente y pasa volando cerca de su oreja. El zumbido resuena en su cabeza y le devuelve la conciencia. Se arrima a la pared y vuelve a pensar en el agujero. Le inquieta no saber cuánto tiempo lleva ahí, incluso más que cómo o por qué se formó. Prefiere, para tranquilizarse, pensar que ha aparecido de un día para el otro. Pero no, él hace tiempo que está ahí. Ha estado siempre. Observando todos sus movimientos a través de ese ojo oscuro que se ha creado entre la encrucijada de ladrillos. Alguien ha estado espiando a la espía. Siente escalofríos de solo pensarlo. Se encoge, y para cambiar de tema en su cabeza, se mira los pies, pero hoy sus zapatos no son tan interesantes. Este día no tienen mucho que contarle. No han salido de la terraza.
Con los pies apuntando a alguna nube, se tumba en el pavimento, entibiado apenas por las tiritas de calor que a esa hora tinturan el piso y las paredes con brochas de formas extrañas. La luz le obliga a cerrar los ojos, la mirada se le cae y vuelve a levantarla con una mano, tapándose del sol con el pulgar. Necesita examinar la pared, dejar de darle la espalda y mirarla, por fin, de frente. Eso: que mire, de una vez, hacia adelante, es lo que todos le piden. Pero al frente solo ve una barrera de ladrillos desgastados. Por ahí llega el futuro. Se acerca peligrosamente. Inevitable. Innegable. Le gustaría encontrar una razón para el agujero en la pared. Una explicación. Una justificación al menos. Pero tal vez solo existe, como tantas otras cosas que existen sin que a nadie le importe mucho.
Ella sueña a menudo, pero cada vez más a menudo tiene que despertar. A veces siente que ya es tiempo de saltar al vacío. Dejar la terraza. Abandonar el sitio donde se ha encaramado y enfrentar eso que se avecina. Quizá ya es tiempo. Perseguir el futuro nunca le interesó: el futuro es como la cola que el mismo perro intenta atraparse. Imposible de alcanzar. No es posible mirarlo de frente, porque lo llevamos dentro. Y sin embargo, el muro le recuerda a diario que el futuro se aproxima dentro de ella. A veces, fantasea con tener el valor suficiente para agujerearlo todo. Desarmarlo pieza por pieza, o derribarlo de un golpe. Atreverse a trepar el muro y saltar sobre él, como si se tirase un clavado, y sumergirse hasta el fondo, de una buena vez. Tal vez sea mejor enfrentarlo de un sólo impacto. Aunque en la piscina, ella es más de meter primero, y poco a poco los pies. La costumbre de empezar siempre metiendo la pata.
Sí, quizá ya es tiempo. ‹‹¿Tú crees?›› Le pregunta a su reflejo en el espejo. Pero no hay espejo. Solo un muro de ladrillos carcomidos. Y en el medio, el hoyo. Podría meter un dedo y abrirse paso tras él. Asomarse al otro lado. Sorprenderlo. No, mejor no. El meñique, tal vez. No, quién sabe que le espera tras la pared. Le basta con mirar por ese agujero negro, que es el futuro, aunque no se vea nada. Huir de los pasos apresurados que avanzan por la escalera para alcanzarla y obligarla a bajar. Para decirle que caiga en cuenta de que ya es hora de bajar de la terraza. De aterrizar. De descolgarse de las nubes y enraizar los pies y la cabeza volátil en la tierra. En fin, de que ha llegado la hora de caer en cuenta. Pero ella no quiere caer. En cuenta, al menos, no. Quisiera seguir ignorando ese agujero por el que hace rato empezó a colarse el futuro. El futuro que sopla, y al mismo tiempo la absorbe por la ranura hasta encerrarla en una burbuja cuadrada, con todos los fantasmas que por el ojal negro la acechan: la seriedad, la formalidad, la realidad y todos esos otros monstruos que llegan con la adultez. No, caer en cuenta para qué. Mejor caer en cuento. Para siempre. Como Alicia por el agujero. Abandonarse a la caída, sin saber lo que viene. Sin maravillas, qué importa. Cualquier cosa, mientras no tenga que bajar de la terraza.
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