Adentro
- Clara Sánchez
- 6 may 2019
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 21 may 2019
He vuelto a cerrar la puerta otra vez. No hui dando un portazo como creerías —aunque me hubiera gustado—. Lo hice tan despacio como pude, para evitarles el chirrido que este portón produce desde que tengo memoria, y las molestias y chillidos que produzco yo desde ahí también —o quizá desde mucho antes—. Eso sí, antes me aseguré de que no hubiera nadie cerca, que nadie se percatara de esta manía mía de huir hacia adentro en lugar de salir corriendo. Me asomé a un lado y al otro, y eché un vistazo fugaz. Nada. Adentro, vuelvo a acomodarme a tientas, me hundo en la espesura oscura de esa selva de lana, la pesada jungla de abrigos gruesos del abuelo. No me equivoqué: este siempre me había parecido un buen escondite, pero nunca llegaba a él a tiempo. Suele sucederme con todo, todo se ocupa antes de que a mí se me ocurra: las palabras, el baño, las ideas. Por eso me extrañó tanto verlo vacío: pasé por aquí a la carrera, esperando verlo insondable como de costumbre, y lo hallé inusualmente libre. Las puertas abiertas de par en par, las mangas y bufandas ondeándose al viento, como si la ropa bailara con vida propia sin echar de menos a sus habitantes; y me encaramé encima de los cajones tan rápido como pude, abriéndome paso entre los vuelos de los vestidos estampados que un día fueron tuyos y el resto de ropa con olor a viejo e indicios de moho. Cosa rara: nadie me siguió a pelear por él. Nadie: ningún pellizco, ningún lloriqueo, ningún pisotón. Ninguno de tus nietos peleándose a morir por el escondite predilecto. Quizá fue ese el primer síntoma de anormalidad del juego; debí haberme alertado.
De todos los recovecos con los que esta casa está hecha —unos más oscuros que otros, del color de nuestros secretos— este es sin duda el mejor escondrijo: nadie ha dado conmigo hasta ahora. Y esta espera, aunque significa que voy ganando, ya empieza a impacientarme. Y a amortiguarme también. No sabría decir con exactitud cuántas horas llevo aquí, pero sospecho que son muchas. Demasiadas, diría yo, para que esto siga siendo solo un juego. Tantas, que presiento que han pasado varios días desde que me exilié aquí. A veces pienso, para tranquilizarme: “parece que fue solo ayer”, y me gustaría que así fuera, pero te mentiría si te dijera que aquí el tiempo no pasa. No me pondré a explicarte cómo son las cosas aquí: tú lo sabes mejor que yo. Ya estuviste aquí alguna vez. En mi lugar. En el lugar que me heredaste, que siempre me perteneció. Al que pertenezco yo. Yo y siempre esta sensación de estar fuera de lugar, fuera de todo, aun cuando estoy más adentro que nadie. Yo y mi obsesión de permanecer firme en mi sitio, sin salirme de la línea ni pasarme de la raya. Somos inseparables.
No los escucho contar. ¿Los oyes tú? Yo hace tiempo que dejé de escucharlos. Lo último que recuerdo son las voces contando hasta cien. El correteo desordenado hasta antes del último número. Unos cuantos gritos dispersos. Después, susurro de pasos acercándose. Mi corazón latiendo desbocado. La sombra de unos pies asomando debajo de la puerta, interrumpiendo la franja de luz que por ahí entra. Pero ya hace un buen tiempo que no escucho nada más que mi propia respiración. Y mis rodillas que crepitan cada vez que intento moverme un poco. Y la risita que me produce el hormigueo de mis piernas acalambradas. Me muevo despacito, para no hacer ruido. Pero mis huesos crujen, mi cuerpo suena: es la vida que se me chorrea. Silencio, me digo, y vuelvo a quedarme inmóvil. Es tan estrecho aquí. No me escuchan, ni escucho nada más que a mí. A veces ya no me acuerdo ni por qué me escondí. Ni desde cuándo. ¿Lo sabes tú? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Esperando la llegada sorpresiva de algo en el rincón más sombrío de un armario que no es mío, envuelta en un montón de ropa que no es de mi talla, pero sí de mi gusto.
No sé si el escondite resultó tan bueno, y por eso nadie dio conmigo hasta hoy; o si el juego terminó hace siglos y se olvidaron de que yo estaba jugando. Sí, deben haberlo olvidado. No es posible que tarden tanto en encontrarme. Se olvidaron que era parte del juego. O quizá me olvidé yo. Se ha olvidado de buscarme alguien que ya no recuerdo. Y en la oscuridad de mi escondite me he olvidado yo.
A veces imagino pasos que se acercan. Parecen estar a punto de encontrarme. Pero nada pasa. Nada más que pasos, que se aproximan y se detienen muy cerca de mí. Y se van. Yo los miro por la ranura que queda bajo la puerta. Los veo quedarse un rato, en silencio, como esperando algo nuevo para escuchar. Yo me chupo la respiración. No te voy a mentir, a ti no: a veces tengo ganas de hacer algún ruido premeditadamente accidental para incitarlos a descubrirme, o gritar, ya sin vergüenza ni disimulo, para que sepan que estoy aquí. Pero no me atrevo, nunca me atrevo. El miedo a ser descubierta o el orgullo de ganar el juego. El repudio a que me crean débil o mi delirio de mantenerme a salvo. Hubo muchos pies detrás de la puerta, hasta tuve tiempo de contarles los ojales de los pasadores con mi voz bajita. Muchas ocasiones para ser hallada. Ninguna para atreverme a salir.
Así que afuera tendrán que seguir esperando mi rendición. O yo la suya. ¿Y si se rindieron ya ellos? Quizá se aburrieron y suspendieron el juego, y yo no me enteré. O lo dieron por terminado y siguieron sus vidas como si nada, aun sin encontrarme. Quizá hasta empezaron otra partida sin darse cuenta de que faltaba yo. ¿De verdad me estuvieron buscando? ¿De verdad quiero que me encuentren? Paso mi tiempo pensando en lo que pasará si me rindo. No quiero que me tomen por aguafiestas. Prefiero pasar desapercibida. Ponerme a salvo. Existir sin aspavientos, vivir sin que se me note. No sé, dime, aunque ya no pueda verte, qué harías tú en mi lugar. ¿Te rendirías también?
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Me encantó! 💛