Qué si había estado al borde de la muerte alguna vez, fue lo primero que me preguntó, apenas me senté en el sitio en que me había estado esperando. Qué raro, qué clase de cita empieza la conversa con una pregunta como esa. Quizá una con un médico. Un psicólogo. O un psicópata. Estaba segura de que ese no era el caso, al menos hasta ese punto, pero, de todas formas, saqué el celular y eché una mirada disimulada al calendario, para comprobar que era feriado y tenía mi día libre de pacientes. ¿Al borde de la muerte, yo? Dudé un momento sobre como contestar, intentando elaborar una respuesta que me mantuviera fuera de peligro; aunque la verdad, en las circunstancias en que nos hallábamos, la pregunta no me resultaba del todo sospechosa, ni tampoco salida de contexto. Miré el cielo, la lluvia que colgaba de las nubes, amenazando con desparramarse en cualquier momento sobre esta intemperie que es la vida. La gente que pasaba a nuestro lado, casi rozándonos, acunando flores nuevas para reemplazar las secas, o acarreando agua limpia en botes sucios. Un desfile sincronizado de macetas y floreros de colores ante un público ciego, en un paisaje tan quieto, tan apático. Se movían como las piezas sobre el tablero de un juego de mesa, cruzándose en el laberinto de senderos y escalinatas, ese hormiguero escabroso que formaban los hoyos en la tierra. Podía escuchar sus pisadas crujir en medio de aquel silencio fantasmal. Transitaban sin prisa, casi sonámbulos, como si el tiempo ahí no pasara. Como en aquella tierra de nunca jamás, es distinto el tiempo aquí: andamos como si nunca jamás fuéramos a morir. Deambulando entre los muertos, presumiendo vitalidad con ese orgullo propio de los mortales. Como si todo esto no tuviera que ver, algún día, con nosotros.
Al borde del camino he estado muchas veces, dije, intentando desviar la atención —y la tensión también— de su inquietud inicial. Hoy es un día de esos, por ejemplo, seguí contando aunque nadie me lo pidiera. Hay días y días, en que me siento al borde del camino, un puente, una vereda, una autopista, las rieles… al borde de otras vidas, sin saber qué hacer con la mía: retroceder o avanzar, insistir o claudicar. A menudo me siento a ver pasar las vidas de otros. Y bueno, en este caso, también las muertes. Antes solía abandonarme a esperar que algo pasara. Que algo me pasara. Pero ya no. Ahora he crecido y ya sé que nada pasa. He vivido suficiente, he esperado suficientes horas como para saberlo. Horas en que frente a mis narices solo ha pasado eso: tiempo. Callé un momento para hacer más intrigante el discurso y entonces sentí fija en mí su mirada de reproche. Mi plan para evadir su pregunta no estaba funcionando: nunca logro cambiar de tema a su lado. Ante su silencio expectante y esa mirada de desaprobación, entendí que era hora de titubear otra respuesta. Ensayar mi muerte. No. Ahora no. Ensayar mi contestación, una que me salvara de veras, si no quería ensayar mi muerte todavía. Claro que no quería. Llevaba haciéndolo toda la vida, por eso no quería. A qué te dedicas, qué es de tu vida, qué haces de tu vida. Pues eso, ensayar mi muerte. Ensayar la muerte en vida, porque si no, cuando más iba a hacerlo. Había que, no tenía remedio. ¿O sí?
Más que nada, quiero decir, empecé de nuevo, más que de la muerte yo he estado al borde de la vida. Sí, en innumerables, surtidas e inverosímiles ocasiones. En serio. Ingenua yo, pretendía sonar más lista con esa respuesta. No me había dado cuenta hasta ahí, los nervios no me lo permitían, que estar al borde de la vida es lo mismo que estar al borde de la muerte. Ambas comparten frontera. Las fronteras siempre son las mismas. Todas están hechas de lo mismo. De bordes, filos, esquinas, puntas. Agujas. Vidrios. Púas. Y, en general, cualquier cosa que pinche y corte. Cualquier cortopunzante. Lo curioso es como, a pesar de eso, vamos en busca de cruzarlas. Al patio del vecino. A otro país. Al otro lado del mundo. Al fondo del mar. A la luna. A marte. Al peligro. Al abismo. A la muerte. Morir es como cruzar una frontera, una de las tantas que hay en esta vida. Morir debe ser algo así. Ir en busca de eso que te haga sangrar por dentro y por fuera. Cortar para mirar desde adentro. Cortar para ventilar, entreabrir, revelar. Dejar que entre el aire, el oxígeno, oxigenar aunque oxide. Aunque nos deje dañados. Inservibles. Cortar para verse por dentro y desde fuera. Cortar para unir lo interior con lo que está lejos de uno, lo que no es de uno. Lo propio con lo ajeno. La realidad con los deseos. Eso debe ser morir, pensé. Pero dímelo tú, le pedí, que está claro que lo sabes mejor que yo.
Sobre mis encuentros fugaces con la muerte, qué podía contarle. Nací un viernes, vía cesárea —de ahí esta pereza infinita—. La primera noche casi muero de frío, según cuenta mi mamá cada vez que cumplo años. Y poco después, de llanto. Llorando no me gana nadie. Y bueno, sí. He estado al borde de la muerte de las formas más insólitas, inexplicables. Y así mismo, he sido devuelta a la vida el mismo número de veces. Una vez, por ejemplo, caí de cabeza al río sin ninguna razón aparente; y me hubiera quedado ahí, maravillada por la corriente, si no fuera porque mi hermana alcanzó a agarrarme del suéter y me sacó como a un trapo puesto en remojo involuntariamente. Por esas épocas también recuerdo haberme caído del soberado. Traía puestos los zapatos de la abuela, unos tacones horrendos, y resbalé por la barandilla. Quedé noqueada en el pavimento hasta que mi abuelo me levantó y me sopló trago en la cara para quitarme el susto y el golpe. En realidad, creo que cuando era niña estuve más cerca de la muerte que nunca. Quizá porque estaba más cerca del principio, el filo, el borde: en los comienzos de mi vida. Mirándolos ahora, me parecen una sucesión de intentos suicidas, prematuros e interrumpidos.
Mientras sacudía el florero y arrancaba los pétalos marchitos de las flores que acababa de comprar, le pregunté qué buscaba. Que había estado buscando él, para hacer lo que hizo. Para que nuestra siguiente cita fuese ahí, al borde de su tumba. Se lo pregunté, aunque ya sabía la respuesta: huir del pasado. Como todo el mundo. Ser por siempre anónimo, como casi todos somos. A veces lloro cuando me acuerdo de ti, solté, tampoco le iba a mentir. Hoy no, pero a veces lloro. Pero no lloro porque me falte. Sería egoísta eso. Lloro por todo lo que en la vida, en este mundo, le faltó. La vida está sobrevalorada, me dijo esa vez... Y yo no pude contradecirle. Es que hay vidas tan crueles, tan dolorosamente feroces, tan cortopunzantes… que no deberían ser vividas. ¿Qué? ¿Qué si me hubiese gustado que viviera? Por supuesto que sí, pero… ¿si él no quería? De qué le servía la vida entonces. ¿Escuchaste alguna vez eso de que la vida es el resultado de las decisiones que tomas?, le pregunté. Yo creo que la muerte también.
¿Qué crees que haya al otro lado?, fue lo último que me preguntó ese día, la última vez que le vi. La última vez que le vi vivo, quiero decir. Nada, le respondí sin pensarlo demasiado, pero sin dudarlo tampoco. Pero ahora pienso que quizá no. Que quizá del otro lado hay algo. Hay todo. Quizá el otro lado es solo eso: otro lado exactamente igual que este. Sería terrible. Desesperanzador. Las fronteras son espejos, acabo de llegar a esa conclusión. Vine a anotarla antes de que se me olvide. A ordenar mis pensamientos sobre su tumba, desplegarlos como un mapa sobre la mesa, en el lugar más tranquilo de la ciudad, habitado por humanos que ya no son humanos —al menos no de este lado—, sino montoncitos de polvo y flores secas. Ex humanos. Y aquí me he quedado, arrancando las hierbitas que crecen alrededor de su lápida, contándole la intrascendencia de mi vida. Una vida que no le interesa a nadie. Que seguirá existiendo a espaldas del mundo y acabará un día sin que nadie lo note. Sin que el cielo se entere. La insignificancia de su muerte, y de la mía, a la que miraré como dicen que se debe mirar a todo lo que nos depara el futuro: de frente.
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