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Cara o sello

  • Foto del escritor: Clara Sánchez
    Clara Sánchez
  • 5 dic 2018
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 6 dic 2018

Me miré en el espejo y supe que no había vuelta atrás: estaba entre el espejo y la pared. Solo me quedaba atenerme a las consecuencias, mientras me repetía a mí misma que había llegado hasta ahí por cuenta propia. Me acerqué al cristal y pegué la nariz sobre él, observándome desde muy cerca, constatando por enésima vez que mis lunares estuviesen en su sitio y analizándome las imperfecciones que desde ese ángulo parecían ir en aumento. Me miré a los ojos, y atisbé dentro de ellos un ligero resplandor, brillando en esa superficie que a veces se sentía líquida, como si fuera posible traspasarla y ver más adentro, hundir un dedo y sumergirme en esa gelatina para rescatar algo inédito en el fondo: mirar algo nunca antes visto, algo que nadie —incluso yo— hubiera descubierto dentro de ese otro yo que era yo misma, pero más traslúcida que de costumbre. Más transparente que la gemela de carne y hueso. Mi rostro se iba perdiendo a medida que crecía la mancha que el aire que respiraba iba pintando sobre el cristal. Mi propio aliento se expandía, como una flor que se abre al día, o una araña que se despereza, nublándome la cara. Cuando finalmente la cubrió toda, y no pude ver nada más que un boceto que se parecía a mí, pero distorsionado y asfixiado detrás de la niebla de mi respiración, levanté una mano y despejé lentamente la bruma con los dedos, intentando retrasar el turno por el que había estado esperando.

Apenas me achiqué en la silla yo ya me había arrepentido. Ni siquiera habíamos empezado y yo ya quería salir corriendo. A veces la gente me ve y cree que sé perfectamente lo que hago. Y a veces me gustaría decir que es cierto. Pero yo voy por la vida jugando cara o sello, inventando situaciones de las que sé que puedo salir airosa. O al menos eso imagino. (Tal vez en este punto debería confesar que lo bueno de esta práctica es que si no quedas contento con el azar, puedes hacer trampa fácilmente porque el juego es entre tú y tú). Así que así es cómo funcionan las cosas, comenta envidiosa la gente cuando la moneda resulta a mi favor. Y no, no sé si es así cómo funcionan. O así es como funcionan para mí. Para mí, que cada vez que me hallo al borde de una encrucijada lanzo los dados para decidir qué camino tomar y cuántas casillas avanzar. Lanzo un montón de cartas al aire y luego espero a que alguna regrese a mis manos con una respuesta. A menudo alguien se toma el tiempo de contestarme. Y más a menudo regresan todas en blanco. Tengo que hacer malabares para atraparlas. Hurgo respuestas en los otros, porque eso de hallarlas en mí misma… qué pereza.

Me contuve y permanecí sentada, con los pelos picoteándome la cara. Esos pelos secos y enredados que esa misma mañana detestaba y me quería arrancar de una buena vez. Y ahora, viéndolos caer sobre mi regazo, empecé a extrañarlos. Intenté ahuyentar aquella innecesaria melancolía fijándome en el rostro que ahora se reflejaba en el espejo—que seguía siendo el mío— deformado por los jaloneos del peine. Escuchaba el repiqueteo de las tijeras rechinando demasiado cerca de mis orejas —y de mis ojeras también—. Los mechones flotaban por segundos, despidiéndose de mi cabeza, el nido tibio que los había acunado, antes de caer al piso. Eran livianos, como plumas de gallina, y yo aguardaba tiritando triste y quieta, cual gallina desplumada. Se veían tan suaves, tan hermosos cuando se separaban de mí, que sentí el impulso de levantarme de la silla y detener la masacre. Pero el peligro de un tijeretazo degollador me detuvo. Contra el suelo mis cabellos se veían bellos, sedosos, brillantes, tanto, que casi no los reconocí. Eran otros: lejos de mí eran otros. Abrí los brazos y saqué las manos por debajo del delantal que me cubría el pecho, para juntar los retazos de cáscara que se desprendían de mí. Pensé en guardarlos para volverme a sembrar en otro lugar, dentro de mí, pero más lejos; dentro de mí, pero con otro centro. Los capturé entre mis dedos, y entonces me entró la duda de si no sería mejor soltarlos a volar. Quise lanzar una moneda al aire para decidirme y me tanteé los bolsillos, pero no tenía sueltos. Ni modo. Esta vez decidía yo.

 
 
 

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