Tal vez mi historia podría haber empezado con esa línea. Pero no puede. Porque, según cuenta la leyenda familiar, quien en realidad me bautizó con ese nombre fue un tío mío, en indiscutible estado de embriaguez, en una fiesta de la que ya nadie se acuerda. Nunca supe que estuvieron celebrando, y dudo que a estas alturas de la vida lo recuerden. La cosa es que, inesperadamente —gracias a un ataque de clarividencia de mi tío—, terminé llamándome así, para sorpresa de todos los presentes. Para sorpresa también, de todos los que a partir de ahí me conocerían con ese nombre, y, seguramente, de todos aquellos que todavía no me conocen. Pero sobre todo, para sorpresa de mí misma, que aún no me conocía, ni estaba presente mientras bebían en mi nombre. O a costa de él. Como quieras verlo.
Supongo que a estas alturas da igual quién, y en qué circunstancias, me de-claró Clara; el resultado, de cualquier forma, habría sido el mismo. Tampoco importa mucho el hecho de mi ausencia: al principio de mis días ni siquiera yo me conocía, así que tampoco habría podido opinar, con suficientes argumentos, sobre si el nombre iba conmigo o no. ¿Y si me llamaban de otra forma? No sé si eso habría alterado mi destino, pero por ahora, ya sin darme más vueltas, esta es la consecuencia —y al mismo tiempo la causa— de este conflicto onomástico: Soy Clara, pero no clara. Y quizá esta contradicción sea la mejor presentación de lo que soy.
Alguna vez, alguien a quien acababa de conocer dijo entre dientes —y aun así yo lo escuché—: ¡Pero cómo es que le fueron a poner Clara ‹‹ justo a ella ››, si es la más oscura de las hermanas!—. Lo decía por el color de mi piel, supongo. No creo que haya sido capaz de leer mis pensamientos, y descubrir que a menudo, la oscuridad también los envuelve a ellos. Contradicciones de la vida —respondí yo en voz bajita, y esta vez, sólo me escuché yo.
Soy Clara. Hay veces que lo digo, y ni yo misma me lo creo. Porque definitivamente, no soy clara. Cada vez que tengo que presentarme ante alguien nuevo, inevitablemente surge para mis adentros una risita maliciosa mientras pronuncio mi nombre. Siento que miento. Siento, que le estoy engañando desde el primer momento en que nos conocemos. No me creo lo que soy. Por eso evito decirlo, siempre que puedo. Contrario a sus predicciones —las de mí tío, y las de todos los que creyeron que el nombre me venía bien—, yo siento que todavía no tengo claro casi nada en la vida. Estoy hecha de pura incertidumbre. Hasta los pelos —medio lacios, medio crespos— me delatan: la indecisión se me escapa por todos lados. No esperes que esté segura de lo que hago. No esperes que tenga claro el camino. Que sea siempre lúcida, siempre nítida, siempre pura. Que siempre irradie luz. No esperes que tenga listas mis respuestas y la existencia resuelta. Porque nunca estoy del todo clara. Yo misma soy un enigma que me he propuesto descifrar. Aunque a veces me entren ganas de rendirme.
Mi escritura es un intento precisamente de eso: escribo para hurgar dentro de mí y desenredar la maraña de dudas que me habitan. Escribo lo que no entiendo, lo que quisiera entender. Escribo esto que siento, aunque aún no lo tenga claro. Escribo lo que tengo miedo de olvidar. Escribo todo lo que hablando me cuesta decir. Escribo desde hace mucho, y ando buscando motivos para dejar que me lean.
Exelente lectura Clarita