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Conmigo

  • Foto del escritor: Clara Sánchez
    Clara Sánchez
  • 6 oct 2018
  • 3 Min. de lectura

Entonces, ¿qué? ¿Vas a contarme? Deberías. Te haría bien, digo yo.

Si me cuentas te cuento lo que soñé la otra noche, ¿hecho? Pero dale tú primero. Esta vez comienzas tú. Si no, nada. ¿Cómo? ¡Ah! Es que no es tema de mi incumbencia, cierto. Pero de mi insistencia sí. Mira que podrías hacerte acreedora a un montón de chismes. Si supieras. Por dentro suelto carcajadas con las cosas que pienso, me invento, me digo. Te las diría, pero pensarías que estoy loca. Qué más da, quizá lo pienses ya. Pero eso no es asunto tuyo, cierto.

¿Qué cómo hago para ser tan porfiada? Qué sé yo. No voy a darte la fórmula ni a explicarte el paso a paso, porque para nada de lo que hago tengo método. Así que no preguntes. Si la porfía puede considerarse un método, no sé. Me gusta pensar que no.

Si este va a ser el final, al menos dame una pista para adivinar cuál fue el principio. Pero apura, que si seguimos así, ya sé lo que va a pasar: tú te quedarás mirándome como si quisieras saber. Yo sí que quiero. Tú solo fingirás querer saber. O fingirás ya saber, que es peor. Fingirás querer, en general. Y yo, mientras tanto, entrecerraré los ojos, para no torcerlos, o para hacerte creer que estoy pensando en algo importante. Pero qué va, para cuando te des cuenta ya estaré durmiendo, o, en el mejor de los casos, inmersa en alguna fantasía inservible. Como la mayoría de las horas que pasan frente a mí, en un desfile al que no presto atención. Y me quedaré así, con todas las ganas de averiguar. Instigar. Y hostigar.

Divago, no sé hacer nada más. Vagabundeo entre mis pensamientos, así como mis pies por las calles, pateando ideas que no llegan a ningún lugar. Piedrecitas que no encajan en ningún sitio. Que ruedan como canicas sobre la plataforma tambaleante que es mi cabeza: una mesa de billar con demasiados agujeros, y que además, cojea, como si tuviera todas las patas desiguales. Y aun así, no atino una. Apunto y no encesto. Después de un rato me canso, y me chorreo por debajo de la mesa. Toma nota: los deslices, divagaciones y desvíos son las sustancias en las que mejor me diluyo. Como una bolsa de té que lleva demasiado tiempo en remojo: totalmente perdida en ella misma.

¿Te conté que una vez soñé con que era escritora? En realidad, es un sueño recurrente. Pero sueño, nada más. Porque qué va, escribir tampoco sé. No te creas, las palabras no las tengo dentro, ellas están muy por encima, y casi nunca a mi favor. Revolotean libres, como mariposas presumidas, sobre mí. Yo las admiro, y las envidio. Tienen todas las de ganar, porque son livianas —sí, incluso más que yo—, y se elevan, y se escapan por encima de esta red de enredos que he tejido con mis cabellos. Yo las persigo testarudamente, con una ansiedad que bordea la demencia, tanto como mi necedad me lo permite. Cuando estoy de suerte logro atrapar una que otra. Algo me dice que quizá debería dejarlas en paz. Después de todo, ganas de rendirme no me faltan.

¿Por qué me miras así? Ah, ya sé lo que estás pensando. Crees que estoy buscando un atajo. Una forma de eludirte. De salir de este embrollo al que te he conducido al ver que no puedo desenredar la madeja. De soltar el ovillo y correr. Pero no. Una de mis manías —de las muchas que colecciono— es escapar de los atajos, y no a través de ellos. Dejo que la caminata se extienda, que la punta de la lana se estire. No estoy huyendo. Es solo que no sé decirlo de otra forma. Tampoco es que me interese hacerlo. Esta vez, no.

Pero sí, mejor me voy. Antes de que nos echemos a andar por los laberintos que ya hemos andado, aun sabiendo que nos tocará regresar por donde vinimos, porque no, no tienen salida. Yo, paso. Antes de que empecemos a decirnos las cosas que ya sabemos. Antes de que intentes convencerme otra vez de cuál es el camino más corto. Ya te dije, no me gustan los atajos. Tengo una regla: si me escabullo (y eso es un clásico), que sea siempre por el sendero más largo. Me voy, antes de que nos digamos —me diga-s— las cosas que no quiero escuchar. De todos modos, tú también te irás —estás a punto, presiento—, pero antes querrás amordazarme con una dosis de pretextos. Y sabes bien que no resisto cuando la gente empieza a soltar su perorata sin que nadie se lo pida.

Qué bueno que esta vez empecé yo.

 
 
 

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