Tenía doce años cuando menstrué por primera vez. Cuando le mostré la mancha a mi mamá, ella me miró y me abrazó. No dijo nada, pero me bastó con ver sus ojos para descubrir lo que sentía en ese momento y trataba con desespero transmitirme: resignación. Era la maldición que teníamos que aguantar. A fin de cuentas, las mujeres habíamos nacido para eso: para aguantar. Era lo que mejor sabíamos hacer.
Tenía doce años cuando empecé a sentir asco de mi propia sangre. No podía evitar sentir repugnancia al limpiar esa cosa que al parecer había salido de mí. Sentía como si algo ajeno a mi cuerpo se hubiera instalado dentro. Algo que no me pertenecía. No quería que me perteneciera. No quería creer que era mío. Me horrorizaba imaginar que al moverme la sangre escaparía por mis piernas, sin mi permiso y a la vista de todos. En esos días el líquido brotaba sin descanso, como si una fuerza extraña me hubiera partido en dos y se llevara pedacitos de mí. Sentía que me estaba deshaciendo. Temía que todo mi cuerpo se fuera chorreando, escapando río abajo, hasta terminar reducida a un charquito insignificante de sangre.
Tenía doce años cuando en una clase de biología nos explicaron que la menstruación era aquello que nos permitía ser madres. ¡Al diablo con eso! —pensé. Si para tener hijos había que menstruar, entonces yo no quería ser madre. Es más, si ser mujer significaba menstruar, yo no quería ser una. Renunciaba a serlo. Ojalá hubiera nacido varón.
Tenía doce años cuando sentada en el pupitre de un colegio de monjas, escondía bajo mi falda “eso” que tanto me avergonzaba. Llevaba ya un par de meses lidiando con ella, y empezaba a resignarme a la idea de que la menstruación era un castigo que tendría que soportar por mucho tiempo. Las cosas no habían ido tan mal a fin de cuentas. Hasta ese día, cuando la inspectora irrumpió en el aula con el típico sermón del aseo personal. El discurso era siempre el mismo. Pero ese día no terminó igual. Esta vez la mujer remató con un puñado de palabras que se quedaron en mi cabeza, agobiándome por años. No las olvido hasta hoy. Recuerdo bien su cara de asco diciéndonos que no fuéramos cochinas, que en el aula había un olor insoportable a menstruación. Que teníamos que asearnos, porque esa sangre era sucia, podrida, era todo lo dañado que salía del cuerpo. Que si no lo hacíamos por nosotras, lo hiciéramos por respeto a los varones.
El bochorno pudo conmigo. Apreté las piernas y agaché la cabeza, intentando pasar desapercibida. Mi rostro enrojeció, presa de una mezcla de vergüenza, rabia y culpa. ¿Qué me estaban diciendo? ¿Qué me estaba pudriendo por dentro? ¿Qué era un ser pestilente que debía ante todo cuidar de no incomodar a los hombres con lo asqueroso de mi sangre? ¡Me sentía sucia! ¿Por qué tenía que pasar por esto? Sentí ganas de llorar y reclamarle a dios: ¿Qué tienes contra las mujeres?
Odiaba tener que menstruar. Odiaba levantarme en las noches con la toalla empapada y las sábanas manchadas. Odiaba caminar por la calle con el terror de que la gente lo descubriera. Odiaba tener que desvestirme para la clase de educación física. Odiaba ese dolor insoportable que me hacía retorcerme en la cama. Odiaba ser mujer.
Después de unas cuantas lunas dejé de tener doce. Pero no había dejado de sentir nada más que rechazo. No podía superarlo. ¿Por qué se me hacía tan difícil? Tal vez porque el rechazo estaba siempre ahí. No sólo en la boca de la inspectora, estaba en todas partes. El mundo me lo decía a gritos, a pesar de que de la menstruación se hablaba siempre en voz baja. Siempre desde la resignación, la burla, el asco, la vergüenza, el secreto. Nunca nadie me dijo algo distinto. Simplemente era así, y así tenía que soportarlo.
Con el tiempo me fui haciendo al dolor. Me resigné. Aguanté. Me acostumbré a esperarla cada mes tumbada en la cama, apaleada por el dolor. Contaba los días y sufría por adelantado al comprobar que se acercaba mi tortura. Menstruar se convirtió en el calvario que me mataba una vez al mes. Me predispuse entonces a dejarme morir de tanto en tanto. Al día siguiente ya vería yo con que fuerzas resucitar. Algo en mi cabeza seguía intentando convencerme de que lo único que podía hacer era aguantar. Sin embargo, otra parte de mí empezaba a cuestionarme que eso no podía ser normal. Me estaba haciendo daño, yo misma. Y eso en ningún caso podía estar bien.
Sabía que necesitaba hacer las paces con mi sangre y aceptarla finalmente como mía. Llevaba demasiado tiempo arañándome con mis propias espinas, dejando que el mundo me pusiera en mi contra. Necesitaba mirarla distinto. Tuve que ir descubriendo sola mi propia forma de entenderla. Me costó tanto, y me tomó tanto tiempo…
Menstruar para mí hoy es: morir y resucitar una vez al mes. En parte lo sigo viendo así. Pero ya no desde el dolor. Ahora la siento como el momento en que mi cuerpo me recuerda que estoy viva. Que soy circular. Que me renuevo y tengo la posibilidad de empezar de cero cada vez que lo siento necesario. Es la oportunidad de despojarme de todo lo que ya no necesito. Es mi cuerpo sabio, que me limpia por dentro, que se descarga para quedar liviano y volver a comenzar.
Leí en alguna parte, en un comentario de esos que se empeñan en menospreciar las luchas del feminismo actual, que las feministas modernas buscan “idealizar la sangre menstrual”. No sé bien qué quieren decir con eso. Sólo sé que si hay algo por lo que yo quiero luchar es porque las niñas de hoy no pasen por lo que yo pasé. No quiero que alguien les diga que se están pudriendo. Que les confundan, que les mientan, que les hagan sentir asco de sí mismas. No quiero que nadie les enseñe a odiarse por ser mujeres. Que crezcan creyendo que menstruar es un castigo injusto y doloroso. Una tortura que se merecen. No quiero que pasen solas por esto. No quiero que se siga hablando de la menstruación en código. Quiero que hablemos claro. En voz alta. Con la verdad. Y desde el afecto. Porque a veces lo que más necesitas es que te abracen y te digan que todo está bien. Que no eres sucia. Que no estás rota. Que es parte de ti. Pero no para vivirla con resignación, porque aguantar nunca es sano. Sino en paz contigo misma, recibiéndola como un proceso vital, natural, íntimo y feliz de ser mujer. Una conexión con tu interior. Siempre me ha inquietado saber que dentro de mi cuerpo pasan tantas cosas que no puedo ver. Y la menstruación es una forma en la que mi cuerpo se expresa. Me quiere decir algo. Me quiere contar algo de lo que está pasando dentro.
Tenía doce años cuando menstrué por primera vez. Ahora tengo veintidós. Me tomó todo este tiempo reconciliarme conmigo misma, con esta parte mía de ser mujer, y aceptar esto que me pasa. Que nos pasa. Fue un proceso largo y doloroso en el que batallé con la culpa, la vergüenza y el rechazo. Hoy por fin he logrado entenderme. Ya sé que no estoy sucia. No estoy dañada. Nunca lo estuve. Sólo soy mujer. Y se siente bien.
Comentarios