(En realidad son muchos —el domingo es el día en que más recuerdos caben—, pero yo prefiero quedarme con pocos: el sol, tu cara y el andén).
Porque ese es el día en que me dedico a huir, de casi todo —menos de la pijama—. Pero en especial, del sol. No soy muy fan del sol. Mi papá dice que nunca lo fui. Cuenta que cuando era pequeña, le huía, siempre. Y ahora también, casi siempre. Pero los domingos sobre todo.
Ese día el sol no se parece a ningún otro. Quema más. Arde más. Es que los domingos en general, sofocan. Y él, aprovecha la ocasión para sofocar empedernido, como si tuviera serias intenciones de dejarme sin respiración. Y se sale con la suya: siempre consigue dejarme sin algo. Y eso me hace aborrecerlo aún más. Me restriega en la cara su presencia absoluta, y en los días de ausencia, las presencias duelen más. Creo que lo envidio. Envidio ese poder que tiene para estar en todo lado. Pero más que nada, envidio esa manía, esa insistencia de estar siempre ahí, aun cuando todo lo demás deja de estar. Cuando todo lo demás se va.
Sobre todo esos domingos en que me hallo de pie en el andén, junto al bus que te llevará lejos de aquí. Esos domingos digo, como si no fueran todos. Pero sí son. A ese sol lo soporto menos. Es que estorba más. Por las tardes se empecina contra mí, espera a que estemos frente a frente, mirándonos cara a cara, para empezar la batalla. Él permanece ahí, inamovible, terco, cínico, lanzándome sus rayos directo a los ojos, dispuesto a conseguir mi rendición; como queriendo derretir mi paciencia, y desviar mi mirada de la fila de ventanitas, mínimas y oscuras, en las que —examinando una por una— me dedico a buscar la silueta de tu rostro.
Yo te miro desde abajo, y desde ahí te digo, en lenguaje de señas, lo que no he alcanzado a decirte durante el fin de semana —que siempre nos queda corto—. Desde abajo te hago muecas y pongo caras chistosas, para hacernos reír. Para que este adiós no parezca tan triste. Y te saco la lengua y te tuerzo los ojos, para disimular —al menos en ellos— mi nostalgia. Tú allá arriba y yo ahí abajo, separadas por la línea imaginaria que divide a los que se van de los que se quedan. Una línea que se siente inquebrantable. Nos distancia. Aunque en esos instantes, todavía es poca la distancia. Estamos relativamente cerca. Solo que tú, dentro del cubo de metal que alberga a los que han decidido irse. Y yo, fuera, con las puntitas de mis pies haciendo equilibrio, casi pisando la línea. Casi, pero aún del lado de los que se quedan. No puedo escucharte desde ahí. Apenas nos vemos. Apenas adivino tu rostro detrás de algún trozo de cristal negro. Todavía estamos cerca, pero ya empezamos a extrañarnos. Sabemos que la despedida se aproxima. La presentimos. Me entran un poquito de ganas de llorar. Imagino a ti también. Y nos hacemos muecas para fingir que no estamos tan tristes.
Esperar. Este el sitio para esperar. Esperar que lleguen los que vienen, y que los que se están yendo, se terminen de ir. Concreten su partida. Se decidan finalmente. Y se vayan. Hay tanta gente. Tantas caras, tantos bultos. Y yo, que vengo todas las semanas, tengo la sensación de que cada vez son más los que se van. Los veo arremolinarse en las puertas de los buses, empujando para subir primero. Peleando por ver quién se va antes, luchando por pasar por la boca estrecha del embudo que los alejará de aquí. Se desesperan por irse. Y yo, me quedo. Siempre soy la que me quedo.
Tú cada semana, regresas para irte. Yo me quedo esperando esos días, para volverte a ver, y a despedir también. Esperando esas horas escasas en que me cuentas tus sueños, mientras yo, mis dudas. Y viceversa. Y en un abrir y cerrar de ojos, ya estás yéndote de nuevo al calor, allá dónde —extrañamente— extrañas el frío. Saludar, reír, despedir y añorar. Todo en un fin de semana. Cuántas cosas caben en un fin de semana. Y cuántas otras, no.
Yo me quedo en el andén, sacudiendo mi mano hasta que ya no puedes verme. Y aun así sigo sacudiéndola, aunque ya solo me ve la gente detrás de mí, los que también esperan. La sacudo mientras el bus se aleja, hasta que ya no alcanzo a verlo más. Solo entonces estoy segura de que te has ido. De que ya no hay forma alguna de que me veas. Ni de verte. No hay vuelta atrás. Solo ahí sé que te has ido, y que es irreversible. Ya puedo dejar de esperar. Entonces detengo la mano en el aire. La dejo caer. Y doy media vuelta. Pronto. Intentando escapar de ahí más rápido que mis lágrimas.
Me alejo rápidamente del lugar de los hechos, y vuelvo mis pies a estas calles, desiertas —pero no de-soladas—, recuperando la ruta de vuelta. Estas calles que me conocen tanto, como yo las conozco a ellas. Voy cruzándolas, refugiándome en las veredas, buscando la sombra, huyendo del sol, que —aunque ahora a mis espaldas— quiere seguirme echando en cara que ha vencido una vez más. Y camino despacito, fijando en mi mente el trayecto, ese que volveré a andar, cuando vuelvas para irte.
Ya sé porque no me gusta: el sol de los domingos es el sol de las despedidas, la añoranza y la ausencia. Y estará siempre ahí, esperándome en el lugar de la espera. Cuando venga aquí nuevamente, para ver cómo te vas. Cuando me acerque hasta aquí, para ver cómo te alejas. Hasta el próximo domingo, cuando vuelva a dejarte ir.
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