Es el único muerto a quien puedo recurrir. Mi único contacto —ojalá palanca— con el más allá. Acá no queda mucho de su rastro, apenas algunos detalles, casi imperceptibles —invisibles, pero observándote—, grabados en la madera ruidosa que sostiene esta casa. Si miro con detenimiento, si levanto mis párpados paranormales y pego una oreja a los tablones del piso, quizá todavía pueda distinguir las huellas de su bastón labrando el suelo. Y con un poco de suerte, conjurando silencio en medio de la madera que habla, escucharlo: un eco rebotando, asentando el camino y revolviendo el polvo que toda casona de cierta edad acumula encima. Revolviéndolo como la cocoa en su jarro de leche: un remolino polvoriento, húmedo y chocolate, igual al que se formaba en su taza magullada todas las mañanas. Así lo recuerdo, tanteando el mundo con el bastón, con la mirada perdida en las cumbres que lo vigilaron desde cuando él empezó a vigilarlas a ellas, y los pies arrastrándose sobre la tierra. Blandiéndolo como si fuera una prolongación de su cuerpo, un tentáculo inquieto con el que podía tender trampas o cariños, gastar bromas o cosquillas a quien pasara por su lado.
Con el bastón nos indicaba el mundo: este, que está a la vista de todos, y también el que se había inventado para él solo —agitaba el bastón en el aire como si fuera una varita capaz de fusionarlos—. Señalándonos sus miedos, pero también las cosas queridas: entre ellas, nosotros. Apuntando todo cuanto alcanzara a ver para renombrarlo, jugando a ponerles nuevos destinos a las cosas. Rebautizando el mundo. Y a nosotros también, por qué no. Para cada uno tenía un alias, otro nombre, muchos nombres. Un designio, un destino, me gusta pensar. Casi nunca nos llamaba por nuestros nombres de este mundo —los de la vida “real”— porque le costaba recordarlos, pero ni él ni nosotros los echábamos de menos porque los que él nos ponía iban siempre mejor con lo que éramos. E incluso si se le olvidaban esos, se le ocurrían nuevos enseguida. Me lo imagino abriendo su inclasificable colección de sinónimos y seudónimos, y escogiéndolos con pinzas como a etiquetas embadurnadas de pegamento listas para pegárnoslas con gracia en la frente. Para recordarnos entre tanto escombro, y encontrarnos en los recovecos y la penumbra de su memoria. Siempre tenía otro más, uno más ocurrido que otro, esperándole en la punta de la lengua. Yo era, casi a diario, “la chica de la sonrisa”, a pesar de que la ocultaba detrás de las manos porque no me congraciaba con mi propia felicidad —en ese entonces menos todavía—. Debo haber tenido, como todos en esta casa, muchos otros nombres, algunos que presiento ya olvidé. Me asusta pensar que ya no podré recordarlos, que ya no hay nadie que lo haga. Nadie que los recuerde más que yo. Deberé escribirlos antes de que se me olviden: siempre persiguiéndome como un fantasma esta sensación de estar tartamudeando ahora lo que debí decir hace mucho. Esta anacronía mía, que me hace creer que camino a destiempo y escribir su nombre en las paredes sin que me importe si va a leerlo o no, solo para saber si todavía existe. O existió.
Es poco lo que recuerdo de él. Tengo memorias empalagosas, que se me deshacen como algodón de azúcar en el paladar a prueba de dulce que heredé de él. Dulcísimas, como los higos en almíbar y los helados de la tienda de la esquina al volver del parque. Sus huidas son también mías. Muchas, aunque a veces quiera negarlo, las encuentro en mí. También la locura, y la carta para el presidente que se quedó para siempre en el buzón esperando al cartero de sus fantasías, para reclamar lo que le debían de la jubilación. La maratón de películas mexicanas y el noticiero a todo volumen, la misa de los domingos por la tele retumbando contra las paredes. Después, solo silencio. Y el olor: el olor de sus rodillas mentoladas invadiendo el comedor. El horario de cápsulas, jarabes y ungüentos sobre la puerta de la refri. Un chiflido desde el cuarto cuando ya era hora de la pastillita de las ocho. Su cuchara repicando contra la mesa como un cronometro, esperando que nos acabáramos la sopa. El tic tac de su reloj siempre a tiempo, demasiado a tiempo, tan a tiempo con su tiempo y tan a destiempo con el de los demás. La colonia mar azul condensada en su pañuelo, que ahora huelo en el de mi papá. Su dedo señalándome el Panecillo desde el balcón como si fuera una eterna novedad —para él lo era—, la voz ronca repitiéndome los cuentos que ya me sabía de memoria y los chistes de los que ya conocía el final.
Los delirios también me heredó, lo sé con toda certeza cada vez que me siento a escribir. Por eso me enfrasco en ello, cuando quiero saber sobre el más allá y traerlo más acá, junto al bote de cocoa que ahora está en mi lugar, espolvoreando mi sitio en la mesa que él ensambló con sus manos. Y me endulzo la bebida, formando sobre la cuchara dos montañas altísimas de cacao —a veces tres, cuando nadie me ve— por más que me reten. Y dejo caer un poco en el mantel, para acordarme de la arena chocolate de ese mar blanco y tibio, calmo y natoso, atrapado en su jarro. Ahora en el mío. Miento: de su paso por el más acá quedan muchas cosas. Unas más dispersas, más entrañables, más difíciles de distinguir a simple vista: las que me contagió. Y otras que se encargó de forjar con sus propias manos. La cama sobre la que me acuesto a divagar. Las vigas del techo bajo el que me duermo y despierto. Y el columpio desvencijado del que me reúso a bajar.
Elizabeth Taylor, me llamó una vez, en uno de sus delirios. Sonrió cuando lo dijo, me acuerdo, y yo sonreí también, aunque no sabía que quería decir con eso. Nunca lo supe. Cuando lo dijo yo no tenía idea de a quien se refería, y mientras él vivió, más de una vez se me pasó por la cabeza averiguarlo, pero nunca lo hice. Por un tiempo hasta creí haberme olvidado de ese nombre. Pero no lo olvidé. El día en que rompió la barrera del más allá, y yo no pude seguirle —siempre rompiendo barreras, prematuramente y en contra de todo pronóstico—, y las ganas de recordarlo empezaron a carcomerme, fue lo primero que vino a mi mente. Abrí el navegador y la busqué, tecleando su nombre —¿mi nombre?— con los dedos sudorosos. Esperé nerviosa a que apareciera la dueña del alias, que no era yo, pero también era yo. Ahí estaba, reluciente, brillando en la pantalla frente a mí: Elizabeth Taylor. Enigmática, desafiante, despampanante, bellísima. No se parece en nada a mí. No me parezco en nada a ella. Al menos yo, no me encuentro ningún parecido —yo seré más bien E.T., en todo caso, si se vale admitir solo las iniciales—. Me inquieta pensar en los motivos, sus motivos, en lo que veía él para llamarme así. Creo que nunca lo sabré. Nunca pude preguntárselo, y quizá nunca podré. Pero cuando me hallo desvaída, delirante y anacrónica —como él—, cuando me sorprendo a mí misma viviendo a destiempo —como él—, me acuerdo de eso. Y ya sin taparme la boca, sonrío por dentro y por fuera, como esa vez: sin saber muy bien por qué.
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