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del sí al no, del yo al nosotras: autoetnografía consentida

  • Foto del escritor: Clara Sánchez
    Clara Sánchez
  • 21 mar 2022
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 28 mar 2022


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Nosotras. Foto de Andrés Novillo



La otredad no son los otros sino yo

¿Soy un monstruo o esto es ser una persona?

Clarice Lispector


En este mundo estamos ellos y yo. ¿Nosotros? No, nosotros no. Ellos y yo. Yo y el mundo. Cuando digo el mundo, me refiero a los otros. ¿Quiénes son el mundo? ¿No soy el mundo también yo?

Si hablo de otredad, yo hablo de rareza. No hablaré sobre los otros como la otredad. Los otros no son raros porque se parecen entre ellos. Pertenecen. Se mezclan, se adaptan. Hablaré de mí como la otredad ante los otros: ante sus ojos, yo soy la excepción. Los demás nunca me parecieron raros: ellos son el mundo y el mundo es así. No sé si están en el camino correcto, pero están en el camino y eso los hace perfectos. Soy yo la pieza con defecto. Existo en un mundo donde todos son y saben cosas que yo no. Es así como me enfrento a la alteridad: parto siempre desde la desventaja. De mirarme siempre por debajo del otro.

Soy otredad incluso para mí. Cuando digo otredad digo rareza. ¿Puede uno mismo ser su propia otredad? «Cada uno es, para sí mismo, lo más lejano»[1], dice Nietzsche. Si hablo de mí, hablo del otro: yo soy mi propia otredad.


Un problema de tiempos

Tengo problemas para decir nosotros. Fíjate cómo conjugo los verbos. Más que un problema de personas —la primera del singular siempre por encima del plural— mi problema es un problema de tiempos. Un anacronismo en el que vivo.

¿De dónde viene este sentimiento de descolocación, de no pertenencia, de desubicación? ¿De dónde el extrañamiento, la desventaja? ¿Por qué esta necesidad/tendencia al aislamiento, a sentirme tan ajena, tan lejana, tan por debajo del otro?

Por diversos factores —una timidez extrema y enfermiza, un entorno sobreprotector, un trauma potente y enterrado— no tuve una vida normal socialmente hablando. Estuve marcada desde muy pequeña por mi incapacidad para socializar. Una incapacidad para comunicarme con el mundo. Para abrir la boca y decir: estoy aquí. Un mutismo intencionado. Aprendí a hablar a la edad cronológica en la que todos los niños lo hacen: sabía hablar, pero no quería hacerlo. Tenía voz, pero no quería usarla.

Durante mi infancia y adolescencia, me aproximé a los demás solo lo estrictamente necesario. Tenía terror de salir a la calle o levantar el teléfono. Mi necesidad/voluntad de relacionarme se activó mucho después: es por eso que voy años más tarde en esta maratón. Perdí suficiente tiempo como para que mi existencia resulte anacrónica a mi propia época. Mi salida al mundo sucedió mucho después de lo socialmente establecido, de modo que cuando empecé a integrarme, mi caminar retrasado fue visto por los otros desde la extrañeza y la incomprensión: las cosas que yo vivía por primera vez, con el corazón vibrando de inexperiencia, eran lugares comunes por los que los otros ya habían pasado una y otra vez.

Vivir a destiempo es otra forma de romper la norma. Romper la norma significa casi siempre vivir en desventaja. Romper la norma a menudo duele mucho.


El miedo a compartirme y no poder decir que no

Estoy en casa de una amiga en medio de una fiesta improvisada. Sentada en un sillón, bebo a sorbitos silenciosos el calimocho que me han servido. A mi alrededor la gente conversa y ríe estruendosamente. Me gusta observarlos: para una inexperta como yo, las fiestas son templos de absoluto aprendizaje en temas de socialización y supervivencia. Resultan tan didácticas como las salidas de observación al museo o el zoológico. De vez en cuando sonrío e intento seguirle la pista a algún chiste. De repente suena un reguetón viejito y todos se levantan y corean: es la música de nuestra época, dicen —una parte de nuestra época que yo me perdí—. Bailan. Una chica que conozco me hala del brazo y me pone en la pista con las demás: aquí te adaptas o mueres, me dice al oído. Quiero sentarme y decirle que no me apetece bailar, pero no digo nada: casi nunca puedo decir algo cuando estoy frente a alguien más. Lentamente, empiezo a balancearme y despegar los pies del suelo.

¿Por qué he construido, yo misma, esta barrera infranqueable entre el mundo y yo? ¿Por qué esta —¿incapacidad?—, este rechazo a mezclarme con los otros? ¿Por qué cuando estoy frente a ellos siento que no tengo voz? Me he preguntado esto muchas veces. No es arrogancia ni egoísmo, no. Es miedo. Un sentimiento-impedimento que desconecta y bloquea. Una desconexión que es también física, porque me apaga la voz.

Tengo miedo de compartirme con el mundo. Sería demasiado simple decir que este miedo es una forma de protegerme a mí misma, de evadir el contacto para evitar el daño: la vulnerabilidad es condición de todos los seres. Yo sé que este miedo es producto de algo más.

Sé que la respuesta está en algún punto —cardinal— de mi historia. En un miedo que se gestó antes de que yo naciera. Para ello es necesario retroceder, encaramarme en las ramas más altas de mi árbol genealógico. Hay sembrada en mí una fobia a la intimidad. ¿Es este un miedo con el que nací? ¿Me ha sido impuesto al crecer? ¿Cuándo aprendí a temer?


Mi cuerpo es el altar, mi voz, el sacrificio

Corre. Corre y no hables con ninguno. Si te cruzas con uno en el camino, no lo mires a los ojos. Si intenta acercarse, pide refugio en casa de alguna vecina. Siendo todavía una chiquilla, mi abuela cruzaba el campo, desde el potrero donde comían los animales hasta la casa donde vivía con su mamá. Las mujeres cruzaban los pastos desolados corriendo, como animales de caza huyendo del depredador: eran frecuentes los casos de muchachas tumbadas por hombres y violadas a campo abierto, a cualquier hora del día. Mi abuela sigue repitiendo los consejos de su madre cada vez que me da la bendición. No confíes en los hombres, mijita, cuídate de ellos. No aceptes nada que te quieran ofrecer.

La respuesta a mi miedo es la violencia. Miro atrás y la respuesta fue siempre la violencia consumada en los cuerpos de las mujeres de las que nací. La respuesta está en mi cuerpo, en un pánico encarnado en cada célula. Mi cuerpo es ese altar en que se conjugan los rezos de mis abuelas. Mi voz, la ofrenda que se degolla a sí misma en la piedra de los sacrificios. Como un moretón gigante que me eriza toda la piel y me obstruye la garanta, así es este miedo. Soy fruto de las muchas violencias machistas de las que provengo.

En los cuentos de terror que me contaron ellas, el monstruo siempre era el mismo. Aparecía de muchas formas para anular su poder de decisión, sobre sus cuerpos y sus vidas. En su forma más brutal era sexo no consentido. Ninguna de ellas pudo hacer uso de una palabra que yo aprendí mucho después: consentimiento. Mi mutismo es quizá un rezago del trauma heredado que les quitó la voz, o peor aún, de la conciencia de su inutilidad: cuando era niña aprendí que daba lo mismo si decía no o decía sí, porque no se hace sobre esta tierra la voluntad de las mujeres. Ellas, las que me precedieron, no pudieron decir que no. No pudieron decir que no y yo tampoco.

«El patriarcado es la causa de la herida materna. El sistema patriarcal condiciona a las mujeres para que se consideren “menos que”, indignas o no merecedoras. Hemos asumido este sentimiento de inferioridad, dolor, vergüenza, sometimiento y silencio, y lo hemos transmitido a innumerables generaciones de mujeres»[2].

¿Cuántas mujeres tuvieron que ser violentadas para que yo exista? ¿Es posible que todos sus traumas hayan colisionado en mí?


Rita Segato: algunos apuntes sobre la violación

«La violación está fundamentada no en un deseo sexual, no es la libido de los hombres descontrolada, necesitada, no es eso porque ni siquiera es un acto sexual, es un acto de poder, de dominación, es un acto político. Un acto que se apropia, controla y reduce a la mujer a través de un apoderamiento de su intimidad»[3].

«Violencia y patriarcado son dos impulsos que cabalgan juntos, se explican y se apoyan mutuamente. Lo particular de esta violencia masculina es una obsesión con el cuerpo de la mujer. El cuerpo femenino es violado, marcado o asesinado por fuerzas silenciosas»[4].

«El agresor exige del cuerpo subordinado un tributo que fluye hacia él y que construye su masculinidad, porque comprueba su potencia en su capacidad de extorsionar y usurpar autonomía del cuerpo sometido. El estatus masculino depende de la capacidad de exhibir esa potencia, donde masculinidad y potencia son sinónimos. Esas potencias se alimentan de un tributo: el miedo femenino, la obediencia femenina».

«Aunque se trate de un delito solitario, persiste la intención de hacerlo con, para o ante una comunidad de interlocutores masculinos capaces de otorgar un estatus igual al perpetrador»[5].


Breve genealogía de las violencias

«Es en la tradición moderna donde la familia se trasforma en nuclear y el espacio doméstico en íntimo y privado. Allí morimos. Allí no hay nadie que venga en nuestro auxilio, no hay ojo público, no hay ojo político mirando lo que nos pasa»[6].

Rastreo en el mapa de mi genealogía las huellas más hondas de la violencia patriarcal. Violencias hay muchas y todos los días. Como si marcara los cuatro puntos cardinales del sistema de referencia que me atraviesa, dibujo sobre mi cuerpo cuatro cicatrices, una por cada línea de consanguinidad. Son memorias incontables las que me atrevo a contar: en la boca de las abuelas solo podían ser susurradas.

Para reescribir mi historia, tendré primero que escribirla.

1870 aprox. La Providencia, Chimborazo, Ecuador. Espíritu trabaja como peona en las labores del campo. Los domingos limpia la iglesia después de las misas. Uno de esos días, es abusada sexualmente por el cura de la parroquia. Siete meses después, como por obra y gracia del espíritu santo, da a luz a una niña sin padre. No es ninguna novedad: ella también proviene de una larga espiral generacional de hijas ilegítimas, gestadas a la fuerza y no reconocidas por sus padres. Espíritu pasa así a la categoría de las malas mujeres: esas que paren hijos sin haber estado casadas. A su hija la llama Agustina. Agustina es mi tatarabuela.

1930. Cusúa, Tungurahua, Ecuador. Desnudos en el fango, junto a una acequia, juegan tres niños. Ninguno tiene más de cinco años. Obdulia visita la casa de su hermano Vidal. Mira conmovida a sus sobrinos: parecen crías de chanchitos revolcándose en el lodo. El más pequeño tiene la barriguita inflada, seguramente llena de lombrices. ¿No quieres llevarte a uno?, pregunta su hermano. Obdulia se acerca y pone su mano sobre la cabeza del más grande. No, ese no, replica el hombre, me sirve para el trabajo. La mujer levanta en brazos al menor, le quita el lodo con el agua del canal y envuelve el cuerpo desnudo del infante con su chalina. Antes de salir, Vidal le pide a cambio del niño los dos reales[7] que ha gastado en su bautizo. Sentada junto al fogón está Mercedes, la madre del niño, sin poder decir nada en contra de la voluntad de su marido. Obdulia aleja con ese gesto al niño del fango donde ha nacido. El niño vendido por su padre es mi abuelo, el papá de mi mamá.

1939. Cayambe, Pichincha, Ecuador. Judith trabaja como sirvienta en una hacienda cerca de Pesillo. Es viuda, tiene tres hijos: el mayor, de diecisiete años, trabaja de recadero en el mismo lugar. Nunca habla sobre el padre del primero, a quien tuvo de soltera. A veces se queda a solas con el patrón y teme que él se propase. Él lo intenta varias veces, ella lo rechaza. Poco después encuentran asesinado a su hijo mayor. Nadie le da una razón aparente. Judith es mi bisabuela.

1953. Quito, Pichincha, Ecuador. O te casas o te largas de aquí, le dice su madre después de que la joven confiese que está embarazada: meses antes ha sido perjudicada[8] por el vecino que arrienda el cuarto de al lado. El hombre se hace humo: Lucila no lo vuelve a ver y trascurre su embarazo soñando con huir. Dos meses después de haber parido, es obligada por su madre a casarse con el hombre que la violó. No puede huir de él nunca más: vive bajo sus órdenes hasta el día de su muerte. Solo cuando el hombre muere, se le destraba la garganta y puede contarle esto a sus hijos. En ausencia del hombre se da cuenta de que no tiene vida propia: la ha dedicado enteramente a servirle a él. Lucila es mi abuela, la mamá de mi papá.


No quiero ser mujer: la negación del propio cuerpo

Virgen autoliberada de la cruz

de cargar siempre con los muertos,

de cargar siempre con los vivos,

de cargar y cargar y cargar

todas y cualquier cruz

María Galindo


Siete de la mañana. Titilando sobre los bancos de la capilla, las niñas de la escuela de monjas donde crecí, repetíamos la frase una y otra vez. Con uniformes impecables, pelos recogidos en binchas blancas y las piernas bien juntas: todas ellas señales de que nuestras madres nos estaban criando como Dios manda. He aquí la esclava del señor, empezaba la monja con entusiasmo —los misterios dolorosos eran sus favoritos—, hágase en mí según tu palabra, respondíamos nosotras sorbiéndonos los mocos.

Debo haber tenido unos seis años cuando escuché esta frase por primera vez. Cada vez que la repetía, tenía la sensación de que algo no me cuadraba, pero no sabía explicar qué. Hasta antes de conocer toda esa historia, la Virgen María me había parecido una mujer envidiable y primorosa. Eso, hasta que en la escuela me contaron la parte de la anunciación del Ángel, y decepcionada vi cómo María cedía sin reparo su destino de esclava a las decisiones de alguien que, históricamente, estaba por encima de ella.

Conforme fui creciendo empecé a entender que ser mujer era, en muchos sentidos, estar en desventaja. Poco a poco fue anidándose en mí un rechazo a mi condición de género, que desembocó en la adolescencia en un rechazo a mí misma y a mi propio cuerpo. Sentía mi existencia misma como una dolorosa injusticia. El odio llegó a su punto más alto cuando me llegó la menstruación. Puse el grito en el cielo.

Es verdad que cuando mi madre se unió con mi padre ya no sufrimos de episodios de violencia física o sexual —al menos no hasta donde yo sé—. Sin embargo, mi madre siguió cumpliendo el rol de mujer abnegada y sacrificada. Y en la casa, que ambos habían construido, se siguió haciendo lo que dijera mi papá. La desigualdad económica de ambos era determinante también.

Poco a poco fui reconociendo —y en esto el feminismo jugó un papel crucial— que no me molestaba ser mujer. Lo que me molestaba era tener que ser lo que se espera de una. Sentirme obligada a verme femenina, obediente, complaciente, apetecible para el ojo masculino. A hacerme responsable de las vidas de los demás. A decir siempre sí.

Sé que no quiero replicar la misma historia de las que vivieron antes de mí. Yo quiero tener vida propia. Quiero que se haga en mí según mi palabra. Que se haga en mi cuerpo según mi palabra. Que las decisiones sobre mi destino me sean dadas únicamente a mí.


El cuarto oscuro de una casa que no conozco

2020. Riobamba, Chimborazo, Ecuador. Chica de veintitantos asiste a la fiesta de cumpleaños de un amigo. No es mucho de fiestas, pero se trata de su amigo, entonces va. Se encuentran en un bar: la chica de veintitantos, los amigos de su amigo, la novia de su amigo, su amigo. Chica no es mucho de beber, pero se trata de su amigo, entonces bebe. Cuando salen, chica está muy borracha: necesita un taxi que la lleve a casa. Quiere llamar uno, pero su amigo se ofrece a llevarla. Entre subirse borracha al taxi de un desconocido y subirse borracha al carro de un amigo, chica toma la decisión más sensata. Pero chica no llega de inmediato a su casa. Ahora está en el cuarto oscuro de una casa que no conoce. Su amigo la ha traído hasta aquí. Es la primera vez que ve un hombre desnudo. También es la primera vez que la toman de la mano, la besan en los labios, la tocan ahí abajo. Todo sucede muy rápido y no le da tiempo ni la voluntad para decir que no. A la mañana siguiente, chica despierta chuchaqui e intenta recordar lo sucedido: ha asistido a la fiesta de cumpleaños de su amigo, sin saber que ella era el regalo. Chica llora y se arrepiente: no ha podido decir que no. A lo largo de ese año, chica verá a su amigo incontables veces y el episodio se repetirá incontables veces, porque “es algo muy normal” y ella no puede decir que no. Nunca puede decir que no. La chica de veintitantos soy yo.

¿Desde dónde viene la violencia? ¿Hasta dónde llega? ¿En qué parte de mi cuerpo duele? Tiro de la punta y el hilo sigue brotando sin fin, como el pañuelo que el mago saca interminablemente del sombrero.

Nunca dije que no. Yo sé que no debería sentir culpa. Pero la siento.


Una escritura en plural: cuando escribir es la voz

«Dentro del feminismo, hay voces en plural. Yo defiendo el pluralismo en primer lugar»[9].

«Hay un pacto entre hombres de distintas etnias porque nosotras no estamos en ningún discurso. Hasta que las mujeres no produzcamos no existe una producción comunitaria»[10].

«La historia del feminismo no es sino la de una efervescente desobediencia sexual. Qué es el feminismo sino un desplazamiento reflexivo del lugar asignado por la diferencia sexual, una torsión crítica que es personal y es colectiva»[11].

Si el trauma me ha enmudecido, ha sido la escritura mi forma de decir: ya no. Me ha dado una voz propia, cuando yo creí que no tenía una. Me ha dado una voz propia, cuando todos creían que había nacido muda. He aprendido que todos los verbos, en todas las personas y todos los tiempos se pueden conjugar. Quizá lo que más me une a los otros es el dolor. La capacidad común de ser lacerados. Es ahí donde entran los otros: mi problema no es solo mi problema. La desventaja no es solo mía. Y así no me siento tan sola. Es en el dolor donde empiezo a reconocerme en la otredad. La escritura es el territorio para encontrarme con los otros, para hablar de nosotros. Me hace falta pertenecer. Necesito pertenecer. Y en la escritura, yo pertenezco. Podría escribir ahora mismo una historia que comience con la palabra nosotros. Espera, tengo algo mejor:

Érase una vez, nosotras…



Notas: [1] Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral: un escrito polémico. Buenos Aires: Biblioteca Virtual Universal, 2010. [2] Bethany Webster, Sanar la herida materna. Málaga: Editor Sirio, 2021. [3] Mar Pichel. “Rita Segato, la feminista cuyas tesis inspiraron ´Un violador en tu camino´: La violación no es un acto sexual, es un acto de poder, de dominación, es un acto político” en BBC News Mundo (2019). [4] Rita Segato, Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires: Prometeo Libros: 2018. Edición en PDF. [5] Rita Segato, Las estructuras elementales de la violencia: Ensayos sobre el género en la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires. Universidad Nacional de Quilmes: 2003. [6] Luis Martínez, “Rita Segato: El tránsito de la modernidad implicó un desplome de la autonomía, de la autoridad y del poder de las mujeres” en Metapolítica: Diálogos en torno a los tiempos convulsos. [7] Variante coloquial del Sucre, antigua moneda ecuatoriana [8] Violentada sexualmente [9] Rita Segato en entrevista con Pichel Mar. BBC News Mundo (11 diciembre de 2019). [10] Julieta Paredes en entrevista con Diego Falconí. Lectora, 18. 2012. [11] Emmanuel Theumer, “Rita Laura Segato: la intensidad vital de la desobediencia” en Boletín 2. Buenos Aires: Asociación Argentina para la Investigación en Historia de las Mujeres y Estudios de Género: 2019.


Bibliografía:

Pichel, Mar. “Rita Segato, la feminista cuyas tesis inspiraron ´Un violador en tu camino´: La violación no es un acto sexual, es un acto de poder, de dominación, es un acto político” en BBC News Mundo (11 diciembre de 2019). Recuperado de: https://www.bbc.com/mundo/noticias-50735010

Martínez Andrade, Luis. “Rita Segato: el tránsito de la modernidad implicó un desplome de la autonomía, de la autoridad y del poder de las mujeres” en Metapolítica: Diálogos en torno a los tiempos convulsos. N° 101. (abr - jun 2018). Recuperado de: https://www.academia.edu/36947470/Entrevista_con_Rita_Segato

Theumer, Emmanuel. “Rita Laura Segato: la intensidad vital de la desobediencia” en Boletín 2 : ¿En dialogo con Segato / contra Segato? Buenos Aires: Asociación Argentina para la Investigación en Historia de las Mujeres y Estudios de Género: 2019. Recuperado de: https://www.academia.edu/39557824/Rita_Laura_Segato_la_intensidad_vital_de_la_desobediencia

Segato, Rita Laura. Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires: Prometeo Libros: 2018. Edición en PDF.

Segato, Rita Laura. “La estructura de género y el mandato de la violación” en Las estructuras elementales de la violencia: Ensayos sobre el género en la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires. Universidad Nacional de Quilmes: 2003. Edición en PDF.

Pérez Hernández, Yolinliztli. “Consentimiento sexual: un análisis con perspectiva de género” en Revista Mexicana de Sociología. Vol.78 No.4 Ciudad de México: oct./dic. 2016. Recuperado de: http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=s0188-25032016000400741

Paredes, Julieta, Falconí, Diego. “Entrevista a Julieta Paredes” en Lectora, 18. 2012.

Webster, Bethany. Sanar la herida materna. Málaga: Editorial Sirio, 2021.

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral: un escrito polémico. Buenos Aires, Biblioteca Virtual Universal: 2010.


 
 
 

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