Ayer volvió a deslumbrarme. Creo que nunca ha dejado de hacerlo, es solo que ayer volví a caer en cuenta. Entonces, mejor dicho: ayer volvió a recordarme que deslumbra. Lo ha hecho siempre, desde la primera vez que la vi, cuando levanté la cobijita y asomé mis ojos somnolientos a su carita rosada y redonda: una galletita de nata que yo rocé con mis dedos, como si patinara sobre sus cachetes cubiertos de nieve y escarcha. Nos cayó como regalo de navidad atrasado, ese pajarito de pelusa diminuta con quien compartiríamos nido a partir de ahí. Un juguete hipnótico del que no quería despegarme, junto al que pasaba mis horas contemplando su respiración y el brillo que desde ese entonces ya se vislumbraba en sus ojos. Creo que desde que la conocí no he hecho más que sentarme a su lado para contemplarla con fascinación. Después fueron los arrullos, las palabras entonadas y los primeros cantos, los destellos que salpicaban de algún sitio insospechable. Tiene adentro algo más que no alcanzo, ni quiero, comprender. Un misterio centellando en el fondo de la noche oscura.
Es como un puñado de lucecitas de navidad que no puedes contener en las manos, no porque quemen, sino porque sería tonto no dejarlas brillar. Deslumbra siempre, y sobre todo, cuando su voz, esa voz que distingo a lo lejos, se escapa de ella misma sin rumbo fijo. Se escabulle para cantar, para reírse, para meter bulla o defenderme poniendo en palabras eso que yo no sé cómo decir. Pero para cantar sobre todo. Y entonces se descubre que eso que resplandece está en su voz, como virutas que se desprenden de un lápiz multicolor, agitadas por el remolino de una cajita musical. Cuando no canta me imagino la voz vibrando dentro de su cuerpo, rebotando traviesa contra las paredes hechas de piel, buscando bulliciosamente una rejilla por donde filtrarse. Hasta que ella abre la boca para liberarla un poco —o en el descuido de un suspiro o un bostezo— y entonces la voz aprovecha para salir y la sobrepasa, se le va de las manos —y también de la boca— y empieza a escapársele por todos los poros. Y por los ojos. Y por la risa, causándole un estruendo, un huracán hasta ahí desconocido —desconocido también para ella—, que le roba la compostura, la vergüenza, el aplomo. Y entonces ella ya no es ella, o es ella pero es algo más, algo que no conozco y no soy capaz de explicar. Se transforma en alguien que no había conocido hasta ahí, pero es ella misma: me resulta extrañamente familiar. Y se va saltando, intuitiva, buscándose a ella misma en otras voces, reconociendo pedacitos suyos aquí y allá. Y se aleja, persiguiendo la punta de aquel hilo con el que se tejen las canciones, recogiendo los pasos de los que fueron antes para ser una más. Es una voz profunda que parece arrancarse de quién sabe dónde, una voz que llega y se queda resonando, traspasando los otros cuerpos, las otras paredes. Yo no sé de donde sale. Y la verdad, dudo que ella lo sepa. Quizá no lo sepamos nunca, pero me gusta imaginarlo.
Anoche volvió a brillar. Y yo la contemplé, con un par de lágrimas balanceándose en mis ojos, como lo hecho siempre, desde que la vi abrir los suyos por primera vez. Un par de lágrimas como el par de niñas que fuimos, meciéndonos en los columpios desvencijados que el abuelo plantó en el jardín. La vi ahí tan libre, tan distinta, pero tan ella. Sabía que el miedo y los nervios debían revolvérsele adentro, pero era tan feliz que no se le notaba. Ella es el salto en el columpio que yo no me atrevo a dar. Es el pájaro cantor, aventurero y valiente, que ha despegado del nido para lanzarse a volar. Yo me quedé a observarla, temblando de emoción en el alambre, poniéndome en puntitas para mirarla cada vez más lejos, contemplando el despegue de esa voz que se ha echado a volar. Deseando que no se calle nunca, que no la calle nadie, que su voz sea la suya, y al mismo tiempo la de otras, la de todas. Que vaya espolvoreando miguitas de canciones allá donde este viaje incierto la lleve, que las alas no le falten nunca. Que vaya libre, sin plan de vuelo y jamás en línea recta, como dijo esa otra voz también querida, también profunda, la de Violeta.
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