No creas que me lo invento. No digas que exagero. Escúchame: esto sí pasó. Ella me lo contó. Hay días en que despierto, y me acuerdo de golpe. ¿Alguna vez te has preguntado cómo se sentirá ser fruto, herencia viva del amor? Yo sí. Me gustaría saberlo. Me gustaría poder decir que yo lo soy. Pero te estaría mintiendo si te cuento ese cuento. Ahí sí que te estaría cuenteando. ¿Quieres saber por qué? Te lo cuento entonces, pero te advierto que esta historia no es muy agradable al oído. Ni a la vista. Ni al corazón. Esta saca lágrimas, y rabia. Porque la realidad es siempre más cruel. Aunque a menudo no entienda por qué.
La miro a ella hoy. Es chiquitita, encorvada, y casi siempre está callada. En el silencio nos parecemos. Casi siempre, nos parecemos. Más de lo que a simple vista se ve. Más de lo que a veces quisiera. Cuando habla es solamente para pedir algo, o para quejarse, con lujo de detalles, de su achaque más reciente. A veces, cuando le pregunto, y está con ganas de hablar, me cuenta cosas de su pasado, que repite una y otra vez. Pareciera que la memoria la traiciona: parece que se marea en ella cuando vuelve a contarme algo que ya hace días me contó. Y sin embargo, cuando lo hace, los recuerdos vuelven a ella con toda nitidez. Con los aromas, los sonidos, los sabores —y sobre todo, los sinsabores— de aquellos días. Memoria de elefante tiene, para bien y para mal. Si alguna vez te topas con ella, y se da cuenta de que a tu camisa le falta el quinto botón contando desde arriba, se acordará, te lo aseguro. Como buena costurera, tiene la mirada —y la memoria— fija en los detalles. De ellos, y en ellos, vive. Para bien, y para mal. En fin, yo sé que hay historias que me cuenta cientos de veces. Pero también sé que hay otras que no me cuenta nunca.
Aunque viéndola ahora me cueste imaginarlo, hubo un tiempo en que fue joven. Hubo un tiempo en el que anduvo ligera: con menos penas y pocos años encima. Diecinueve, para ser exactos. Ahí estaba ella, con sus largas trenzas negras, solitaria frente al mundo. De sus males sabía poco, pero ya escuchaba en los murmullos de las vecinas, en cuchicheos en las esquinas, en los chismes después de misa. Que no era bueno ser confiada, decían, que con los hombres cuidadito. Cuidadito y los provocas. Cuidadito y les enojas. Cuidadito con abrir las piernas, pero al mismo tiempo, cuidadito con no complacerlos. Con no darles lo que quieren. Ya sabes, de esos que más que consejos, suenan a amenaza. De esas advertencias contradictorias que, santiguándose, se pronuncian a diario. La cosa es que un mal día, por más cuidaditos que escuchó, no hubo ninguno que la salve. No hubo plegaria ni cura ni iglesia. No hubo vecina en ninguna esquina que intercediera por ella. Solo hubo un hombre. Uno, que la creyó poca cosa. Una cosa que no tenía nada para decir. Nada que opinar. Una cosa que no merecía decidir. Que había nacido para callar. La metió con engaño a su casa, y sin decir palabra, ni esperar una de ella, la invadió. Ese alguien, después de forzarla, y negar rotundamente los hechos, se convirtió en su esposo. Así, a la fuerza. A las bravas. Porque como solía pasar en esos días —y como sigue, tristemente pasando— a la vista de todos la indecente fue ella. Y en asamblea de familia y vecinos decidieron no dejarle otra salida que casarse con el hombre que se creyó su dueño. Y eso, estoy segura, no es cosa del amor.
¿Me crees? Esto sí pasó. Ella misma me lo contó. Me lo contó a través de su silencio, a través de sus ojos tristes y su sonrisa de hastío, porque no podía contármelo de otra forma. No podía decirlo con palabras: tiene los labios sellados por el pudor y el miedo. Ella no pudo decirlo a tiempo, porque se moría de la vergüenza, y porque cuando intentó hablar, su propia madre la mandó a callar. Pero ahora te lo digo yo. Hoy yo lo escribo por ella. Hoy yo lo declaro en su nombre. Aunque me muera de la vergüenza.
Querida… ¿estás ahí? Cuéntame qué piensas cuando tu mirada se desvanece entre las páginas de la revista que finges leer. Cuéntame qué recuerdos te invaden la memoria, te atropellan la garganta y te apagan la voz…
Querida, yo no te juzgo. Yo no me avergüenzo de ti. Ni de mí. Compartimos la misma sangre, y con ella, los mismos pesares, las mismas vergüenzas, los mismos rencores. Todo ha viajado de tu sangre a la mía. Lo que eres tú, lo soy yo también. Junto mis miedos con los tuyos. Y me los trago. Son pegajosos y macizos. Como los pristiños de esa navidad amarga, los de esas recetas que nunca me quedan bien. Difíciles de masticar, más difíciles de engullir. Pero me los trago igual. Y te pido que te perdones. Antes de que tu mirada se pierda del todo, antes de que se haga más chiquita tu voz, antes de que te olvides por completo de mí… Yo creo en tus palabras y comprendo tu silencio, que también es el mío. Querida, puedes mirarme a los ojos: no tienes de qué avergonzarte. Créeme, no tenemos nada que perdonarte.
¿Y sabes qué? Creo que después de todo, sí soy fruto del amor. Aunque sea un poquito. Yo soy fruto de tu amor. Ese, que nos ha traído a la vida, a pesar de haber brotado en un corazón minado por tanta pena. Ese amor también corre por nuestras venas, haciendo carreritas con el miedo.
Querida, ya no te culpes. No te arrepientas de no haber huido, de haber temido, de no haber gritado por miedo. De nada, no te arrepientas de nada. Porque eso fue tu culpa: nada. No tengas miedo de lo que viene; nadie va a juzgarte más. No habrá condena ni infierno para ti. El infierno estuvo aquí, y tú ya lo venciste. Llora, llora todo lo que no te fue permitido llorar. Aquí estoy. Estamos hechas de las mismas penas. Yo he heredado tus miedos, pero te prometo sacudirme. Quiero enterrarlos lejos de mí. Lejos de aquí. Al menos en el papel, ansío ser valiente.
Dicen por ahí, que lanzarme a escribir públicamente es para mí una desfachatez tan vergonzosa e inconcebible como escupir en el plato de mi abuela. Y sí, lo es. Escribir esto sí que lo fue. Ahorita mismo, mientras me desbordo sobre el teclado, tengo las mejillas ardiendo y los ojos nublados. Es la vergüenza que me produce el tan sólo imaginar que alguien lea esto. Que me leas tú. Pero es también una mezcla de sentimientos que se me arremolinan en el pecho, batiéndose con fuerza. No los distingo bien. Pero creo que es ira más que nada. Ira por esta injusticia que te atravesó hace años. Ira porque después de tantos años sigamos contando el mismo cuento.
Que me perdone ella si siente que con esta declaración he vuelto escupir en su plato. Lo he hecho con todo mi amor. Con todo el amor que me ha dado. Aquí está, se lo devuelvo transformado, de la misma forma en que él me ha transformado a mí. Ha sido como colgar esta historia a la luz del sol: para que el viento se lleve las penas, y su abrigo nos devuelva la voz. No sé por qué, pero presiento que después de cometer semejante majadería —la de escupirle esta historia al mundo— sentiré alivio. Por ti. Y por mí.
No hay mayor miedo que liberarte de todo lo que temes.
No hay mayor valentía de enfrentarte a tus miedos, eso es ser fuerte. Eso es ser libre.
(Tus palabras y los sentimientos que trasmites al escribir, al plasmar son arte)