Un cuerpo es muchos cuerpos. Al menos el mío lo es. No te miento, pude verlos ayer: un montón de cuerpecitos vivientes. Moviéndose, latentes, dentro de mí. Poblándome en silencio. Palpitando monstruosos. Como lombrices al sol o tallarines venenosos. Un cuerpo es —y siempre será— más que un cuerpo: una nunca está sola. Nunca. Lo sospechaba desde siempre, y anoche, cuando te fuiste sin encender sospechas ni ruido ni luz, lo comprobé. Aun en la oscuridad, me vi: yo soy un cuerpo, pero también más que eso. Un cuerpo y algo más. Algo que no sé describir. Soy mi cuerpo y todos sus tentáculos. Sí, mi cuerpo es un atado de tentáculos, inquietos y dispersos, indiscretos y convulsos, halando cada cual para su lado. Descuartizándome. Despiertos, sobre todo en las noches. Unos sonámbulos, otros insomnes. Impacientes. Incisivos. Vivos. Viviendo dentro de mí a tiempo que yo vivo en ellos. Viviendo a costa de mí, así como yo de ellos. En las costas de este cuerpo, remarcando mis orillas. Soy un ovillo de pelos, de poros, de uñas, tiritas de piel, gusanitos de carne. Y lunares y vellos y huesos en polvo. Y dientes y manchas y venas —podría caberte en un puño, ¿te das cuenta?, podrías triturarme casi sin mover un dedo—. No soy más que hilachas sueltas de mí. Forcejeando por salirse cada una con la suya, luchando por tomar cada quien un rumbo distinto. ¿A dónde? No sé. Las posibilidades son infinitas. Intentan desprenderse sin que yo pueda interceder por mí. Y son yo, y también son ellos: son otros cuerpos. Brotan de mi centro, del huracán que tengo como centro, ahí donde estamos colgando de un hilo de cordura que parece a punto de romperse. Soy su centro y también sus extremos. Soy el centro y ellos los extremos. Yo el origen y ellos el destino. Otros cuerpos, muchos cuerpos, unidos en un solo punto. Y se tensan necios y egoístas, tramando su independencia, planeando abandonarme mientras duermo. Justo como tú.
Avancé a verlos justo después del sueño premonitorio: había estado soñándome como una madeja de lanas de todos mis colores, enredada y maltrecha, sucia y también brillante, sucia pero brillante. Como la trenza de hilos de colores con la que bordábamos manteles de mal gusto en la escuela. ¿Te acuerdas? Y acababa pisada debajo del pupitre, irremediablemente estrujada de tanto tirarla de los pelos para sacarle las hebras. En el sueño la madeja —que era yo— se debatía con sus hilos —que también eran yo—, que huían como serpientes al ataque. Y ella, aunque era ella misma, no podía detenerlas. No sabía si quedarme a resistir o irme con ellos persiguiendo mis cuerpos; si ir tras lo que me pertenece —al menos para averiguar si me pertenece, si algún día me perteneció—, o dejarlo ir porque no. No alcanzaba a decidirme. Y ese era todo el sueño, esa indecisión era mi sueño. Tú eres lo que sueñas, me dijiste una vez, y te creí solo porque es verdad. Eso sueño y eso soy, me di cuenta cuando abrí los ojos y me seguí viendo como si aún no hubiera despertado: en hebras mías huyendo de mí. Separándose en migajas sin miedo a la autodestrucción. Fragmentándome. Empecinadas en irse allá donde nadie las espera. Allá donde no es su lugar. Ningún lugar es su lugar, ninguno más que este cuerpo, defectuoso pero completo, deforme, pero suyo. Nuestro.
Les pregunté cuánto tiempo habían estado existiendo ahí dentro. No hubo repuesta. Parece que no hablamos el mismo idioma, aun si habitamos el mismo cuerpo. Parece que no es necesario entenderse para eso, así como no basta con convivir para ser parientes y desear comprenderse entre sí. Me sobrevolaban con alas o sin ellas, como insectos atiborrados sobre un cadáver dulce y recién estrenado. Parásitos con mi rostro arrastrándose entre los pliegues de mi piel, recorriéndome y surcándome la carne. Olisqueándome absortos. Hartos de este cuerpo, de este encierro, de esta cárcel, de tener que soportarse —soportarme— por el resto de sus días. No son míos, pero tienen mi olor. Mi misma sangre nos recorre. Y están ahí, agrietándome la piel con su respiración. Agujereándome con su caminar. Alimentándose de mí, carcomiéndome como a carroña, al tiempo que me reviven con sus vidas diminutas. Absorbiendo de mi aire, pero también soplándome su aliento. Bebiendo de mi sangre, comiendo de mi carne, como si estuviera descompuesta. Creo que lo estoy un poco también.
Como una pesadilla fue. Como ver una película, en miniatura y cámara lenta, sobre este mundo caníbal: la película de todos los días, pero proyectándose desde mis adentros. La humanidad entera —y toda su monstruosidad— contenida en mí. Queriendo escapárseme a borbotones, vomitarse a sí misma. Derramarse incontenible. Los otros cuerpos apiñados, transpirando unos contra otros, pisándose y empujándose por hacerse cada uno su sitio. Todos contra todos, sobreviviendo a la sobrepoblación, a la incertidumbre y la necedad. Así como yo. Colmándome de conflicto e indecisión. Peleándose irracionalmente por tener la razón. Es que aquí ninguno quiere ceder. Unos queriendo seguirte, ir tras el rastro de tu olor, otros deteniéndoles, sosteniéndoles la dignidad. Unos odiándote desde ya, otros temiendo el abandono. Unos imaginándote llegar, otros bailando tu despedida. Unos implorando tu regreso, otros riéndose de tu huida mal disimulada. Unos queriendo revivirte, otros ya echando tierra sobre tu cadáver. Atropellándose como hormigas por los túneles que va abriendo el humo que respiro. Tirando de mí de un lado a otro. Halándome de los pelos. Picándome en pedazos. Pero también reviviéndome. También convidándome a la vida.
Invadida y sobrepoblada. Así estoy y así me quedo. Territorio de una guerra que, a diferencia de todas las guerras, no hace menguar la sobrepoblación de esta especie, más bien la recrudece. La extinción parece imposible. No hay exilios ni exterminio: aquí la vida es tanta que me ahoga.
Huyen de mí. Como tú, como todos. Corretean ingenuos creyendo ganarme, pero yo soy más rápida. Más lenta que todos, pero más rápida que yo. Como ratones esquivando la trampa de un gigante, pude sentirlos a punto de cruzar las fronteras de este cuerpo, y detuve el aire para que no reconocieran los tubos de escape. Desperté con sus murmullos: susurraban tácticas de abandono, estrategias de traición. Planeaban la huida. Hablaban de dejarme abierta y vacía. Vacía pero extendida, extensa, capaz de llegar a sitios donde entera no podría llegar nunca, capaz de meterme en ranuras por las que con este cuerpo no cabría. Traspasar murallas, cruzar alambradas. Hablaban de esparcirse. Propagarse como una enfermedad. Prometían dejarme entera: en pedazos, pero entera. Volví a dormirme con la mirada puesta en tu sitio vacío, temiendo que lo intentaran de nuevo y esta vez no fuera capaz de detenerles, de rogarles que se queden. No tendría cara para eso luego de haberles pedido tantas veces que se vayan, que me dejen en paz, que me dejen sola —¡qué ingenua, si una nunca está sola!—. Me dormí con un ojo abierto para vigilarlos como ellos a mí —ojo por ojo—, pero ya resignándome a amanecer vaciada. De todas formas, no soy nadie para impedírselo. Pero hoy desperté como si nada. Ni un sobresalto siquiera. Ningún vacío me aqueja, ninguna soledad. Mis párpados se abrieron sin esfuerzo, como si no recordaran la tempestad. Desperté tan normal como cuando despierto y no estás. Cuando despierto: o sea, cuando no estás. Cuando no estás: o sea, cuando despierto. Cuando no estás: o sea, siempre. Una nunca está sola, pensé, y tendí tu lado de la cama riendo.
Comentarios