Le vi pasar pero fingió no mirarme. No me extraña: todos caminan por mi lado sin fijarse. El olor de su pelo algodón de azúcar me despertó antes de que pudiera verle. Lucía más blanco-nube que de costumbre, de seguro venía de la peluquería. Sus uñas recién arregladas sonaban elegantes sobre el pavimento. Me puse nervioso: las basuritas que guardo revolotearon a mil dentro de mí. Ensayé una sonrisa. No, mejor no abrir la boca, así contengo el barullo irrefrenable de palabras indeseables que se me escapan sin querer. Pero pasó y no me vio. Ni se acercó a olfatearme siquiera. Me quedé solo e inmóvil, otra vez. Por suerte el Huesos llegó luego, levantó la patita para pintar su territorio y se echó a mi lado, a hacerme compañía. Suspiré. El Huesos y yo nunca nos bañamos, olemos siempre a lo mismo. Pero cuando podemos nos damos el gusto de sacarnos a pasear sin correa.
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