Camina con cierta prisa, rumbo a su vida, con el sol de mediodía atosigándole los ojos. No ha avanzado más de un par de cuadras, cuando algo más, esta vez un tipo, empieza a atosigarla en plena calle. Es un abuelo. No estoy usando ‘abuelo’ como insulto, sino porque resulta evidente: ella lo ve andar de la mano de su pequeño nieto, al que acaba de sacar de la escuela de curas que hay a unas calles de su casa. Comparten recorrido por un trecho, caminado a pocos pasos de distancia. La muchacha se fija en lo que el niño va contando —tiene curiosidad por saber qué es lo primero que los niños dicen al salir de las cinco horas de encierro socialmente consensuado—, y no se percata de la mirada repugnante del viejo, que la escruta aterradoramente. Mientras tanto, los labios del hombre balbucean halagos que ella no ha pedido, pero que ya intuye. Aprieta el paso, intentando dejarlos atrás. Le faltan solo unos metros para cruzar la calle: si lo logra, estará del otro lado. Con un pie ya en el asfalto, la luz verde del semáforo la detiene en seco.
Él llega hasta ahí, la alcanza y se queda muy cerca, sin dejar de mascullar. Entonces ella, a pesar del bullicio extra-escolar, puede escuchar sus asquerosas palabras con mayor detalle y náusea. Las imagina brotando como gusanos de la cavidad putrefacta de su boca, removiéndose hasta desprenderse de la lengua del tipo sin ningún recato. Ahí, en medio del oleaje de padres-hijos que a la mitad del día corren por las calles, como marea que sube con la fuerza del agua estancada que es finalmente liberada. Ahí, con el pequeño nieto en medio de ambos. El niño no se percata, sigue abstraído en eso que cuenta con tanto entusiasmo. Pero algún día empezará a notarlo. Sí, algún día se dará cuenta, y quizá querrá parecerse al hombre que lo lleva de la mano. Y entonces ya no será uno, sino dos quienes la acosen. Siente más miedo de solo pensarlo.
Aunque el tipo la invoca insistentemente, ella mantiene la vista al frente, intentando disimular su angustia en lo que dura la luz verde. Tiene ganas de mirarlo a los ojos, abrir la boca y expulsar con un grito un enjambre de avispas que lo picotee a él y la defienda a ella, uno que libere su temor, su asco, su ira en medio del gentío; pero no se atreve a hacer ni decir nada. Ni a entreabrir la boca siquiera. Apenas se levanta la tortura impuesta por el semáforo, ese purgatorio que ha durado unos minutos, se precipita a la calle sin importarle si llegara al cielo, frente a los carros que apenas avanzan a frenar. Se aleja de ellos tan rápido como puede, con los pelos erizados, los ojos titilando y las mejillas ardiendo de vergüenza, de miedo, de rabia. Se aleja deseando que el infierno de ese día acabe ahí, intentando continuar el resto de su camino —y de su vida— dignamente, aun con la indignación quemándole la piel.
A su regreso, el mismo semáforo la detiene de nuevo. Esta vez, sola. Mira la calle con desconfianza, sintiendo algo parecido al rencor, algo como desamparo. Hoy ha sido un día como cualquier otro. La han apedreado públicamente, pero la vida ha seguido. Todo-s han seguido; ella también. Sí, incluso ella. La calle ha quedado como si nada. Como si ahí nunca pasara nada. Como si ella no hubiera pasado. Ah, bueno, la única novedad alrededor de la escuela son los restos de colada morada desperdigada por las veredas, como rastros de sangre oscura después de una batalla campal… Pero eso tiene que ver más con la fecha que con el suceso.
Eso fue lo primero que recordé al despertar. ¿Lo habré soñado? No, este no ha sido otro producto cinematográfico de mi subconsciente. Es justo lo que he vivido ayer. La muchacha era, y sigo siendo yo. Lo dejo aquí, en el lugar de mis cuentos, porque me gustaría que fuera ficción, y también porque necesito no olvidarlo, aunque me ponga a temblar. Me ha parecido un reflejo, inquietantemente límpido, sospechosamente cierto, de este barrio-ciudad-país-planeta en el que, a pesar de todo esto, sobrevivo. Todavía.
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