La lluvia se quedó toda la noche. Yo me quedé también, aguantando el sueño, para no dejarla sola. No quería que pensara, como ellos, que soy descortés con las visitas. Mejor dicho: no quería que nadie más llegara a pensar lo que ellos pensaban de mí. Había salido en busca de algo más que mis propias palabras para escuchar, y ella, de alguien que la escuche. Así que aunque tenía muchas ganas de quejarme, no abrí la boca más que para mis bostezos intermitentes. Además, a ella no tenía nada que reclamarle. Se me ocurrían, como casi nunca, muchos temas de conversación, cosa rara en mí, pero preferí no interrumpirle. No quería que se incomodara con mis confesiones insulsas, mis arrebatos infantiles y mis inquietudes capciosas —esas que solo me interesan a mí—; así que mejor me las guardé. Debía evitar que se molestara y se fuera si pretendía tener compañía esa noche. A ratos parecía estar a punto de irse, y entonces llegaba en gotas más finas, pero creo que lo hacía solo para asustarme, o para comprobar si seguía despierta, porque volvía enseguida. La imaginaba estirándose hasta la tierra como un elástico prendido de las nubes, jugando a ser infinita. Como un gigante intentando toparse las puntas de los pies. Pero yo sabía que en algún punto todo resorte se recoge hasta enrollarse sobre sí; ella, como todos, no iba a aguantar mucho más.
Para no dormirme, me entretuve espantando al sueño con ensoñaciones, con una oreja puesta en la lluvia y otra en las cavernas de mi propio cuerpo, descubriéndome las grietas, goteras y filtraciones que tenía por dentro y por fuera. Los sonidos de ambas se mezclaban en un repiqueteo incesante y sin ritmo, y ya no sabía si era ella o era yo quien goteaba. Así permanecí buena parte de la noche, arrimada a la pared del edificio vecino, abrazándome las piernas con los brazos envueltos en la camisa empapada. Tenía la espalda entumida, y las piernas de rodillas crujientes se me acalambraban de tanto en tanto. Solté un par de estornudos silenciosos y me acordé de mi papá y de la bebida que preparaba en las noches de helada, y por un momento quise estar de vuelta en casa, metida en mi cama. Pero no era momento para desistir. No ahora que por fin había logrado poner en marcha mi plan de escape.
Entra, que te vas a resfriar, me dijo mi mamá imaginaria. ¿O sería mi conciencia? No hice caso. Mi mamá de verdad, la de carne y hueso, no podía verme desde la casa, pero sé que eso hubiera sido exactamente lo que habría dicho si me veía. Así que incluso en esas condiciones, como buena hija que soy, hice mi papel de retobada y no me moví. Me quedé ahí, hundiendo los dedos en la tierra mojada, escarbando como la gallina terca —gallina y terca— que soy. Rascando el suelo con mis uñas afiladas y mugrosas, endurecidas y enfurecidas; como lo haría mi gato. ¡Mi gato! Él era sin duda lo que más extrañaba en esa primera noche fuera de casa, tal vez porque era la única compañía que ahí me quedaba. Ahí y cien metros a la redonda. En esa casa la vida pisaba sobre mí sin que yo me diera cuenta. Todo pasaba frente a mí como si yo no estuviera. Los adultos jugaban a despistarme, y por más que les espiaba y hurgaba en sus carteras y escuchaba tras las puertas no lograba entrometerme ni enterarme de nada. Deja de hacer berrinche, ten un poco de piedad por los que nos miran, solían decirme cuando me rebelaba —y les revelaba— en plena calle. Tenían miedo de que me echara a perder. En esa casa todos sabían lo que debían hacer, cómo y a qué hora. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que todos sabían lo que los demás debían estar haciendo a cada instante. Era difícil burlar la guardia y desafiar el itinerario. Yo, por ejemplo, tenía la orden de alimentar a esas pobres plantas que no veían la luz. No porque fueran ciegas, sino porque las tenían dentro, nunca entendí por qué. Todas las mañanas trepaba en el banco enclenque que me habían asignado para la tarea, con un balde de agua en una mano y una taza, de esas que hacen mucho ruido si se caen, en la otra. Haciendo equilibrio para no ser yo quien cayera, estiraba las rodillas con sumo cuidado, extendía el brazo y tanteaba con la mano libre después de haber sumergido la taza en el océano que pendía de mí. Arrancaba las hojas muertas que cada día eran más, como juntando pedazos de los esqueletos secos de esas plantas a las que nunca conocí con vida. Luego humedecía las macetas agujeradas que colgaban sobre mi cabeza —sobre mi cadáver viviente— hasta que sentía que el agua empezaba a desparramarse por los lados y chorreaba como una cascada sobre la paja reseca de mi pelo, y me mojaba la cara siguiendo el recorrido que harían mis lágrimas siempre ausentes en aquel acto tan fúnebre. Entonces me aproximaba al filo del banquito, sosteniendo los pies suspendidos por unos segundos antes de dejarme caer con el agua sobrante salpicándolo todo.
Al amanecer amenazó con escampar. Quédate un rato más, le sugerí. ¿Más?, le escuché pensar con cara de “ten un poco de piedad por los que te rodean”. ¿Los que me rodean? Pero si yo no veo a nadie, hace tiempo que no veo a nadie. Y yo, piedad ninguna, ya sabes. Pero por más que le insistí, terminó dándose por vencida y se fue. No la culpo, debía estar agotada de tanto gotear. Además, reconozco que puedo llegar a ser muy cansina cuando me lo propongo. Perdona si he sido muy intensa, le dije a él una vez, la última vez que le vi. No te disculpes, vos eres intensa y así me gustas, respondió, y nunca más se dejó ver el infeliz. Me quedé un rato en blanco, asimilando su ausencia —la de la lluvia, no la de él—, y ya después caí en cuenta de que no podía quedarme más. Los oficinistas empezarían a llegar con el sol, así que me levanté de un brinco, con más susto que ganas, sin demasiada convicción. Me desperecé un poco y crucé el jardín de los vecinos con las hierbas rozándome las piernas y el rocío mojándome los pies. Salté la verja y aterricé ligeramente en la vereda de mi calle, y empecé a caminar de mala gana rumbo a la casa. Tal vez de todas maneras ya era hora de volver. Tal vez ellos también habrían pasado la noche en vela, pensando en donde me había metido. Al fin y al cabo, ya había pasado un tiempo, yo había crecido y de seguro ahora todos en casa me mirarían diferente. Ya nunca podrían decirme que no tengo edad para esto o aquello, o que soy demasiado joven para entenderlo. Ya no podrían esquivar mis preguntas, ni desviar la mirada, ni hablar frente a mí como si yo no estuviera. Después de esta primera huida, podrían dejar de tratarme como una niña. Ahora que ya he crecido y soy, como diría mi abuela, una chica con todas las letras. Demasiadas, espero. Cuando regrese imagino mi gato estará esperándome en la única y diminuta ventana que da a la calle en esa casa oscura, y al olerme llegar saltará sobre mí, restregando su cabecita en mis zapatos estilados como si hubiera pasado toda una vida sin verme. Quizá para él si habrá pasado. Quizá para mí también.
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