Metamorfosis
- Clara Sánchez
- 27 ene 2020
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 29 ene 2020

La primera vez que supe de Carla fue leyéndola en alguna revista, algún periódico. No sé exactamente cuando fue, pero ya hace tiempo hablaban de ella. Hablaban de ella o ella hablaba de nosotros. Hablaba de nosotros incluso antes de que nosotros hablásemos de ella. Tampoco recuerdo con precisión lo que leí, pero tengo una línea revoloteando en la memoria. Era un poema pequeñito que decía algo así: “me gustaría ser como la lluvia, que por donde pasa, va dejando su rastro… nada es lo mismo después de una tormenta”. Esa idea me inquietó: ser ligera y a tiempo profunda, como el agua, capaz de dejar huella. No dejar nada igual, nada intacto por donde se pase, donde se pise. Provocar algo en quien te vea, quien te escuche, te lea: transformar. Me pareció, más que un deseo, un valeroso pacto contra la indiferencia. Tengo una hermana que se llama Tamia, que en quichua quiere decir lluvia —y es viajera y bailarina, como el agua—, y recuerdo haberle copiado esos versos en su tarjeta de cumpleaños de ese año. En la última visita a su casa, la busqué entre los cajones de sus mudanzas; di con ella, pero no lleva anotada la fecha, así que no tengo registro del momento en que pronuncié su nombre por primera vez.
Después de esa lectura fugaz, le perdí la pista por un tiempo. Volví a encontrarla hace un par de años, en ese océano de desencuentros que es facebook. Si hay algo que celebro de vivir en esta era, es que a la gente a la que leo, la encuentro también ahí. Me maravilla esa conexión, tan próxima como indirecta, entre dos planetas lejanos. Otra forma de cruzar fronteras. Sin habernos visto antes, trabamos amistad virtual, un intercambio de descubrimientos que ella iba soltando fortuitamente por ahí. Poco después, la buscaba entre las páginas de CartóNPiedra, donde escribía sobre gente de la que yo jamás había escuchado hablar, pero que terminaba pareciéndome extrañamente familiar. Era, para mí, una vía hacia otros mundos a los que de otra forma no habría llegado: estaban fuera de mi alcance. Carla siempre me pareció, como ella misma se describe, un pirata en busca de las cosas perdidas, los secretos, los náufragos… el misterio. Timoneando una embarcación intrépida, intuitiva, ávida, traficando tesoros ocultos, lanzándose a las aguas de lo indecible para internarse en el fondo y, en medio de la tempestad, desenterrar joyas olvidadas, desconocidas, y sacarlas a la superficie, y ponerlas a flotar en botellas sedientas de lectores. Recogiendo a la tribu perdida, desperdigada por el mundo. Tejiendo una telaraña que va conectando puntos interminables, como lianas hacia el infinito, haciendo y deshaciendo nudos. Buscando lo que, supongo, todos buscamos: un espejo, ni tan claro, ni tan turbio, donde reflejarnos. Que nos hable en nuestro idioma, pero también, en lenguas desconocidas. Otros colores, otras risas.
Hace unas semanas nos encontramos finalmente, cara a cara, porque en pensamientos ya habíamos conectado. Supe que venía a Quito para la Feria del Libro, y que presentaría algunas funciones de Metamorphosis, de la que yo había leído y visto fotos. Decidí, en ese mismo instante, que presenciarla sería mi regalo de cumpleaños. Tomé a mi hermana de la mano y nos encaramamos en el último bus. Ella no sabía bien a donde iba, pero me siguió igual. La verdad es que yo tampoco. Íbamos al encuentro de lo desconocido. Llegamos al lugar con las justas, perdidas y hambrientas, solo unos minutos antes de la hora indicada.
El lugar se llama Sirka. De paredes gruesas, y vigas de madera, me recuerda a la casa donde solíamos vivir, y donde volví a nacer cuando ésta se convirtió en La Perinola. Nos sentamos en la mesa del fondo. La luz es escasa. No conocemos a nadie, pero se siente bien. Mientras esperamos, se va acumulando en mí la sensación de ya haber estado ahí. El corazón rebota. Todo está por empezar. Algo está por empezar.
Metamorphosis acaba siendo todo lo que alguna vez imaginé. Es como si lo hubiera vivido en sueños. Verla a unos pasos de mí, sentada con el libro entre las manos, como una niña que lee al aire, para sí misma, en voz alta, firme. Bajo un árbol en penumbra, alumbrada únicamente por la fogata que ha encendido con la chispa de sus palabras.
He aquí la extranjera / defensora de los solitarios / la ermitaña / la viajera / la contradictoria. / He aquí la fragmentada / protectora de los disidentes / la que lleva en sus maletas / todos los nombres / todos los tiempos / todas las razas.
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