Ya sé lo que va a pasar, le diré mirándole a los ojos. De nuevo no va a creerme, y a pesar de la gravedad de mi rostro me mirará aguantándose la risa, creyendo que he vuelto a alucinar o que sigo tomándole el pelo. Pero no, yo sé: esto ya lo soñé, lo leí en alguna parte, o lo viví antes. No estoy segura de cómo, pero sé, sé con detalle lo que va a pasar. Se lo contaré: me verá llegar y enseguida volteará la cabeza hacia atrás para asegurarse de que el asunto es con él, con nadie más que él, y cuando no muy contento lo confirme intentará esconder la mirada para que el resto no vaya a creer que es a él a quién busco. Me sentaré a su lado, no, mejor al frente, y hasta ese momento todavía no sabré bien que es lo que quiero decirle, pero ahí estaré, balbuceando algo. Punto para mí —positivo o negativo, qué importa, igual será punto para mí—. Sacando la cara por mis constantes retiradas, asomándome tímidamente a la hoja vacía, invadiendo la pantalla del computador que tiene delante para hacer brillar sus ojos —ojalá brillar en ellos—, aunque sea por el impacto enceguecedor de la luz. Le pareceré una mosca encerrada en un bote de cristal, una mosca que bien podría aplastar si quisiera, en un bote que bien podría agitar y reventar contra el suelo, pero por molesta que le resulte no lo hará, estoy segura. Pareceré una pobre mosca aleteando por su vida, sí, pero en realidad será mi lápiz girando sin gracia sobre el papel, revoloteando como mariposa cursi; serán mis dedos trastabillando ridículos sobre las teclas, bailando casi tan torpemente como mis piernas sobre el teclado, escribiendo diez letras y borrando veinte. Avanzando a rastras, y también a tientas, para entretenerle, pero sobre todo, para entretenerme mientras se me ocurre algo que decir, mientras pongo cara de que tengo muy bien pensado el discurso, mientras tomo valor para enfrentarme cara a cara a mis verdaderos —y no por ello exactos— pensamientos. No tendrá, afortunadamente, sospecha de mis intenciones, ni percibirá a la primera los síntomas de los estragos que me provoca hablarle.
Habré llegado tarde, como siempre. Como en los peores sueños, cuando sueño que se me hace tarde para algo, pero no sé para qué. Y cuando despierto también sigo llegando tarde, y tampoco sé a qué. Entonces le diré algo así como: «Perdona que venga a entrometerme en tu historia, pero es que intuyo más sobre tu vida que sobre la mía». Eso aún no lo tengo ensayado. (Deberé aprenderme mis líneas, la próxima vez que sueñe con esto me acordaré de llevar una libreta para anotar lo que digo, que será lo mismo que lo que deberé decir cuando despierte). En realidad lo que querré decirle, y eso se me ocurrirá ahí mismo, es que me gustaría volver a sentarme a su lado, como la otra noche en el bus, para terminar de calcarme disimuladamente sus tatuajes con un leve roce de piel, mientras nuestros ojos se juntan a lo lejos, lejos de nosotros, allá en las lucecitas de la ciudad, tarareando algo que ya no recuerdo (también eso deberé apuntarlo). Él notará cierta descoordinación entre lo que mi boca dice y lo que mis ojos piensan, y entonces dolorosamente me cortará el paso: me fijará un plazo para terminar con esto. Y yo le diré por supuesto, pero por tu bien te recomiendo que no me pidas que lo cumpla, porque como te habrás dado cuenta no soy buena cumpliendo plazos. Ni expectativas, ni deseos, ni promesas.
Entre su sitio y el mío estará la distancia de siempre: esa que se condensa como una gota de helado suspendida en ese puente que tambalea y se hunde —como si estuviera hecho de legos baratos, o como si colgara de mi voluntad—, cada vez que me acerco para cruzarlo. Un puente colgante colgando de mis ilusiones. Y seremos los dos, uno por cada extremo, esperando, casi deseando el derrumbe, comiendo canguil mientras empieza —¿o termina?— el show: mientras cae la gota que derribará el puente. No. Para qué mentir: seré solo yo, lanzando una cuerda que nadie atajará del otro lado. Desenredando una soga que ha sido anudada cientos de veces, para alcanzársela a alguien a quien no le hace falta. Haciendo de salvavidas de nadie. Jugando a arrojarme al rescate del vacío.
¿Y después, qué más? ¿En qué acaba la profecía?, me preguntará burlón, luego de haberme escuchado sinvergüenzamente incrédulo. Y haciendo caso omiso de sus labios irónicos, yo terminaré de relatar mi premonición: Esperará. Esperará ante la puerta entreabierta pensando que voy a prohibirle el paso. No, si no voy a prohibirle nada, dígale que pase. Podrá reír sobre mi cara todo lo que quiera, criticarme meneando el dedo como presumiendo un anillo de suficiencia mientras pasa las páginas que he terminado de escribir justo antes de que él llegara. O aburrirse. Y largarse. Como quiera. Está en su derecho. Al fin y al cabo no he sido yo quien ha venido hasta aquí, ha venido él sin que nadie se lo pida. ¿O había venido yo? Ya no recuerdo, qué importancia tiene, esa parte no estaba clara en el sueño. Como sea, no habrá venido aquí para escuchar mi historia una vez más, hoy no querré estropearle el día empalagándole con eso, por más bien que se me dé. Pero tampoco habré llegado a contarle cosas que le agraden o interesen. Habré venido a hablar conmigo. Para mí. Si le hace gracia escuchar mis delirios, podrá quedarse. Y si no, podrá dejarme hablando sola, no me molesta, pero que alguien le diga que deje abierta la puerta cuando salga, y que no haga ruido al salir porque me corta la viada. Es lo de siempre: todos los que vienen aquí parecen tener muchas cosas para decir. Yo, casi ninguna. Hoy al menos, no. Hoy solo quiero meterme en una historia que no sea la mía. Ganas de colarme en otra vida. Ganas de ser la escritora fugaz que vean pasar de reojo por la ventana, sin que alcancen a leerme.
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