Llego justo antes de que todo empiece. No quiero perderme nada. Abriéndome paso entre las butacas, busco un asiento libre, pero todos los que sobran están ocupados de penumbra. Pido permiso —disculpe, ni modo—, me siento. No hay telón. Ellos ya están ahí, congelados en sus posiciones, a la vista de todos. Resistiendo los murmullos, los ojos que escudriñan, la oscuridad. Esperando el silencio. Una luz aparece entonces, tenue y solitaria, titila y empieza a moverse en el escenario como si fuera un actor más. Concentrando todas las miradas, hasta ahí dispersas, en un solo punto.
Hay silencio. Silencio y polvo. Ruidos solo de los cuerpos chocando unos contra otros en medio del enredo. Retorciéndose. Vibrando. Un clan de epilépticos, nerviosos, tembleques. Hay polvo. Polvo que flota en la atmósfera, que cae de cualquier parte, de toda parte. Es como asomarse a la ventana de una casita de muñecas, donde todo parece perfecto, pulcro, feliz. Porque no sabes qué pasa cuando se cierran las cortinas, claro. Pero ahora estás a punto de saber.
La madre. El padre. Las hijas. Todos niños. Todos huérfanos. Sobreviviendo a ese caos predecible que es la rutina. Levantando una polvareda cada vez que se mueven. Convulsivos. Insondables. Insalvables. Revolcándose en el escenario, formando un huracán que nos avienta puñados de tierra de tanto en tanto. Polvo que se pega a los labios, los dientes, y se mete en los ojos causándonos lagrimeos y pestañeos involuntarios. Contagiándonos sus espasmos. Los trajes sucios, enmohecidos, húmedos, destilando sudor y polvo en el cordel. La ropa como un peso, una carga, una herencia fácil de ponerle al otro, pero imposible de quitarse a uno mismo. Atuendos sencillos de cargar, menos el propio. La cuerda como el borde inalcanzable de la libertad, el límite de todo lo conocido. La salvación y el vacío.
La película de una familia feliz sin final feliz. Final de familia devastada. De familia rota, como la de todo el mundo. El monumento a la familia perfecta cayéndose a pedazos. Crujiendo. Crepitando tras las puertas. Resquebrajándose. Ellos, trizando fotos felices, poses no siempre ciertas. Que parecen dichosas, pero no. Ahí, en tus narices. Mirándote a los ojos. Lanzándote polvo a la cara. Hablando sin decir palabra. Gritando sin abrir la boca. Con un grito de auxilio. Con un silencio que hace ruido: el silencio de lo no dicho. De padres que ya no saben qué hacer con sus hijas. Ni con ellos mismos. Cómo van a saber, si nadie sabe. Envolviéndose frenéticamente en más ropa, para taparse los miedos. Intentando remendarse los traumas con lo que sea que encuentren a su paso.
Los momentos de luz escasean. Hay sombra en esa lucha en la que los que acorralan son después los acorralados. Los trapos sucios lavándose en casa, sin que nadie se atreva a decir lo que adentro se cocina. Las reglas de juego están claras: Vístete bien. Pon buena cara. Actúa como si nada. Haz tu papel. Sonríe para la foto. Se buena hermana. Se buena hija. Se buena niña. Se buena, no importa lo que seas, se buena. Pero no bastan las normas: el caos vuelve a reinar, por más que finjan cordura, paz, felicidad. Por más que intenten romper con el desorden ya establecido. No importa cuánto se esfuercen en hacernos creer que todo está bien; el caos gana siempre. Y el amor que no alcanza. Que agobia. Que parece mentira. Que pone condición. La ausencia. La asfixia de estar todos en un mismo sitio, de compartir el hogar. El hastío de estar todos, juntos y ausentes, juntos pero ausentes. El encierro.
Un padre de mirada perdida. Una madre que intenta salvarse. Siempre niños, siempre huérfanos. Dos hijas. Una que se desborda por el cordel, tratando de escapar del campo de batalla. Otra que observa en silencio. Una que corre hacia la salida y se atranca, tambaleándose sobre unos tacones que no parecen de su talla. Otra que cuelga de la soga, como un trapo sucio más. Es la niña, sí, es la niña la que cuelga del cordel. Suspendida en el aire, haciendo piruetas para resistir. Porque no quiere volver a poner un pie en la tierra. No quiere que nadie la alcance. Y aun así, la arrancan de ahí. Y le recuerdan lo que está permitido ser. Lo que es adecuado. Lo que es normal. Persiguiéndola, acosándola hasta el sofoco. Niña que intenta huir de ese mundo, cruza la frontera del escenario y busca refugio entre el público, enrollándose en el piso como un animalito asustado. Soy yo. Esa niña soy yo. Tengo ganas de levantarme de mi asiento y encogerme junto a ella, protegerla con mi compañía. Basta. Quiero pedirles que se callen, que dejen de atosigarla. Pero no lo hago. Dejo que la obra siga su cauce, que la escena siguiente vuelva a sorprenderme. El retrato de ellos juntos frente al pastel de la hija, ayudándola a soplar las velas con el mismo aliento débil de sus ilusiones, apagándole la vida tan fuerte como a sus deseos. Hundiéndola en la torta, para luego congraciarse con el canto desgastado, como si no se hubiera roto ya la fantasía del cumpleaños feliz.
Ya no hay silencio. Ahora hay una voz, luego otra, y otra más. Cayendo al vacío, rebotando en las paredes, una sobre otra. Voces de chicas contando historias de niñas sumergidas en los océanos turbios de sus familias; narrando burlas, hechos, recuerdos que parecen chistes pero no lo son. Que parecen no importar, pero claro que importan. Cómo no van a importar. Voces de niñas deshechas que todavía ríen.
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