Pasó a verme ayer. Entró y se sentó en el lugar de siempre. Temblaba —me di cuenta, aunque fingí no hacerlo—, no sé si de frío o de nervios. Ahora que lo pienso, tal vez era por el viento que a esa hora husmeaba la escena con disimulo, por la hendidura de mi ventana trizada. Como una herida entrometida. Una cicatriz bulliciosa. Creo que nunca le había esperado tanto. La penúltima vez que le vi me dijo que si podía pasaría por aquí el jueves. Fingí no escucharle, con los dedos cruzados en los bolsillos, para que pudiera. Y el jueves pasó, pero él no.
Me quedé sin mucho que decir, como suelo quedarme siempre que viene. Puse sobre la mesa una taza de mis delirios puestos a infusión, esos que desde temprano burbujeaban en la estufa, como presintiendo que esta vez sí llegaría, aunque no fuera jueves. Parecíamos no tener mucho que decir. O sí, pero no sabíamos cómo. Teníamos miedo: él de mis respuestas, yo de sus preguntas. O mejor dicho, de "esa pregunta", y su posible respuesta. Ambos sabíamos de sobra lo que tenía para decir el otro, y aun así necesitábamos escucharlo en voz alta. La tentación de sonar inoportunos se estiraba como un hilo, finito y filoso, atravesando el cuarto.
Entonces empezó a hablar, de esa forma que solo él sabe. Cuando le escucho, no hago más que mirarle. E imaginar las cosas que no me dice. Y me río mucho con lo que dice, pero me interesa más lo que no. Aunque lo tengo enfrente, diciéndome las cosas que quiere que escuche, no puedo dejar de pensar en las otras. De leerlas en las palabras que se escurren tras sus dientes hasta resbalarse por el tobogán de su garganta. Siempre es más interesante eso que no dejamos ver. Después de un rato, se calla, y entonces es mi turno. Él espera que yo le cuente lo que supone tengo que contarle, porque cuando no está le insisto en que tengo mucho que decirle, pero cuando viene no me acuerdo. Me pasmo. No me salen las palabras. Se acobardan. Me acobardo yo.
Oye, me dice, qué era eso que tenías que contarme. Y yo empiezo a inventarme cosas que no eran, voy dando saltos de emergencia entre las piedras sobre las que se posan mis ideas, y después, ya no sé ni cómo, acabo hablando hasta de cocina. En serio. Exploto como una olla de presión a la que se han olvidado de destapar a tiempo. Suelto lo que se supone no debería decir, porque no hace falta, no interesa. Termino contándole, por ejemplo, de la época en que se me dio por hacer pasteles que en mi casa todos masticaban en silencio y con un vaso de agua a mano, porque siempre quedaban demasiado dulces. Qué le vamos a hacer, empalagosa he sido siempre. Todos fingían disfrutarlo tanto como yo, que al parecer padezco de déficit de azúcar. Y así, hasta que me harté del engaño, y también de batir las claras a punto de nieve, como decían las recetas, y en su lugar me resigné a aceptar mi escaso talento para la repostería (que se notaba a las claras). Cosas así. O de ese día en el primer año de escuela, en el que deambulé lloriqueando por los pasillos porque ninguna maestra me quería en su grupo. Lloraba porque se empeñaban en que permaneciera en un sitio al que no había pedido ir. La llorona, ese fue mi primer apodo escolar. Una primicia. Ellas me miraban por encima de los lentes, con los ojos reventando de ira. Que me callara, eso era lo que querían. Sentía sus miradas retorcerse sobre mí, como intentando alguna especie de telepatía. Y entonces lloraba con más gusto, gimoteaba con más ganas. Llorona has sido siempre y así te he querido, me decía mi mamá a modo de consuelo. Es la falta de azúcar, decía yo para justificarme, mientras engullía chocolates y hacía origami con los envoltorios. De cosas como esas termino hablando, todo con tal de abolir la pregunta.
Empiezo a sospechar que ha empezado a cansarse de venir. Es comprensible: nunca digo lo que tengo que decir, lo que se espera que diga. Resulto poco interesante. Nada predecible, nada deseable. Mi miedo a la impertinencia es inversamente proporcional al nivel de impertinencia que voy alcanzando con el tiempo. Siempre he pensado que él viene en busca de respuestas. Pero quizá no. Quizá solo son ideas mías. Tal vez, igual que yo, solo busca compañía. Quién sabe. Nunca se lo he preguntado. A su lado soy solo una cucharada de titubeos, desparpajos, desaciertos. Unas cuantas gotas de limón. Azúcar en exceso. Y mentiras de corta duración. De esas que caen a los tres días (y no, no resucitan). Caen y se pudren, como frutas maduras. O se hacen realidad. Mis mentiras duran poco. Mis verdades menos. ¿Cuánto? No sabría decirlo con exactitud. Nunca me he tomado el tiempo de medirlas. Los demás tampoco saben. Y es mejor que no lo sepan.
Pero no sé para qué te cuento todo esto. En resumen, la cosa es que vino ayer. Se levantó, y ya con un pie afuera —para poder salir corriendo si era necesario, supongo— se atrevió a lanzarme la pregunta, que rebotó en mi nariz como una bola de papel. Esa, la de si había sido yo la del mensaje, cursi y anónimo, minuciosamente envuelto y enterrado en su buzón. Resguardándose en el marco de la puerta, aguardó la réplica de mi temblor.
—No fui yo —alcancé a mentir, antes de que desapareciera por completo. Me arrepentí de inmediato—. Bueno sí, pero está escrito en pasado, ¿no lo ves? —seguí diciendo, aunque él ya no escuchaba. Había empezado a alejarse; no ahora, hace tiempo—. No soy yo —repetí, esta vez sin saber si mentía o no. Porque el mensaje lo entregó, sin pensar demasiado en las consecuencias, alguien que hace más de una semana era yo, pero ahora ya no es. Una no puede encerrarse en eso que fue y ya no es más. Una no puede ser siempre amena y prudente. Eso es imposible. Y yo soy posible, ¿es que no me ve?
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