Preguntó qué había en medio de esta desolación. Me miró como si yo lo supiera. Como si él no supiera. ¿En medio? Qué pregunta para cínica. ¿En medio? La nada. El vacío que tanto tiempo me —¿nos?— había tomado construir. Me alcé de hombros. Y de cejas, y de ojos. Como una marioneta que no está segura de sus líneas. En el fondo me las sabía muy bien.
Nos quedamos en silencio, sentados cada uno a su orilla del precipicio. Me acomodé para una noche cualquiera, dispuesta a mirar la nada. La nada es todo lo que siempre tuve. La nada dice mucho. Yo vengo del silencio, no necesitaba que él dijera más. No sentía frío ni desamparo ni peligro. Acostumbrada al vacío, al barranco que nunca temí. Esto de vivir entre montañas, entre cumbres y despeñaderos, recovecos y profundidades, mareas que suben y bajan... Estoy hecha para disfrutar de los abismos, el vértigo, la caída. Lo que me inquietaba justamente era mi vacío ahora lleno de escombros. De cosas por construir que nunca se construirán. Nunca se sentirán. Cosas nunca dichas, nunca dichosas. A medias, cosas a medias.
Él no entendía: al principio todo estaba bien, porque no había nada. Y no era incómodo el vacío, el silencio. No faltaba nada. Ahora falta todo en medio de este mutismo agónico. Después, las palabras. Las dichas y las sordas. Las sonoras y las mudas. Las ocultas, que eran más, que siempre fueron más. Que se iban acumulando como basura, formando un vertedero en la quebrada polvorienta que me separa del mundo. Eso es lo que nos queda: escombros, y la polvareda que se levanta cada vez que él pasa sin pasar, mirándome sin mirar.
¿Qué hay en medio? Quizá un puente. Y los dos en los extremos. De brazos cruzados y dedos encogidos. Haciendo absolutamente nada por sostener lo que se hamaca en medio, como una criatura en orfandad. A su suerte. Sí, hemos dejado todo esto a la suerte. Y ella nunca ha estado de este lado del puente. Parece que tampoco del suyo.
Hay un puente entre nosotros, respondí al fin. Solté mientras me despegaba de la silla y despejaba el último sorbo amargo de café, con la mirada clavada en la salida de emergencia. Tranquilo, aún hay un puente entre nosotros, repetí sonriendo, intentando endulzar mi dosis de crueldad. No te preocupes, aquí nada se ha roto. El puente no se romperá. Colgará intacto. Hasta que lo cruces.
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