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Ella, silencio, él

  • Foto del escritor: Clara Sánchez
    Clara Sánchez
  • 27 ago 2018
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 28 ago 2018


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Él es justo como la muchacha imaginó —cautivador, altivo, enigmático—. Inimaginable. A pesar de la prisa —y la brisa que a esa hora, como ella, corre— otra vez se le ha hecho tarde para el atardecer. Se acerca lo suficiente como para admirarlo sin que él la note, ni a sus suspiros, ni a su cautela, ni a su turbación; resguardándose tras una distancia que —ingenuamente, cree— él no se atreverá a franquear. Ella espera. Él se toma su tiempo. Es la primera vez que se ven. Casi nada sabe el uno del otro, pero lo intuyen. Ella presiente su imponencia. La percibe en el aire que llega con él. Él, en cambio, aunque de lejos, ya puede escuchar su silencio.


A hurtadillas se asoma a él, apartándose de los ojos el velo de fascinación que el viento a cada tanto vuelve a estamparle en el rostro. Quiere recordar, lúcida, cada detalle de tan esperado encuentro. Quiere recordarlo a él: sus aguas que vienen y van. Los pies salpicados de su sal. La espuma que se le acerca hasta casi morderle los dedos. Y se va. Sus tobillos inmóviles aguardándolo en la orilla. Los pies que se estremecen cuando finalmente, él los alcanza. Se abalanza decidido. Pero al instante duda, y retrocede. Vuelve a irse. La piel que se le eriza, extrañando la tibieza que con el agua se escurre. La arena removiéndose bajo sus dedos, carcomiendo el sitio sobre el que está parada, escabulléndose para irse con él.

—Es en vano huir —sonríe, y se arremanga las bastas mojadas del pantalón—. No hay forma de evadirlo. No, si ya he llegado hasta aquí.


Ella lo ve alejarse. Y poco después, volver. Infinidad de veces, en un vaivén que no descansa. ‹‹Es tan predecible como yo››, piensa. Y se encuentra a ella misma, reflejada en esa masa gigante de vacilación. Nadie más indeciso que el mar. Ni siquiera ella. Y nadie más libre que él. Para decidirse o para dudar. Para encapricharse e intimidar. Libre para irse, y para volver también. Pero para quedarse, nunca.

—Irse es bueno de vez en cuando —piensa ella—. Además, irse es el mejor pretexto para volver.

Él viene siempre, pero nunca viene igual: siempre es distinto el rastro que deja su espuma en la arena.


Quizá eso sea todo lo que la muchacha podrá contar de él. Quizá después de unos minutos, empiece a sentir que ya no hay mucho más que ver. Pero sí: hay algo más. Que está ahí, imposible de ignorar, aunque no se ve. Es el sonido que hace. El sonido que en las fotos, ahí sí que no se ve. Cuántas veces se imaginó dentro de ellas, contemplándolo en silencio. Y ahora que por fin lo tiene cerca, comprende que es imposible. Es imposible observarlo en silencio. Porque él nunca está callado.

—¿Estás escuchándome? —reclama ella, esperándolo en la orilla.

—Silencio —piensa, en voz (y marea) alta, el mar. Pero él no se calla nunca.

Ella viene del silencio, y hacia él va. Como todo el mundo. ‹‹Del silencio vienes, y en silencio te convertirás››, se le ocurre. Claro que durante el viaje, un poco de ruido tampoco viene mal. ‹‹El silencio te mantiene a salvo››, le dijeron. Y ella les creyó. Y muchas veces le salvó. Pero ella sabe bien —ha vivido lo suficiente como para saber— que el silencio mata también.

—Es ruidoso el mar —susurra para sus entrañas sigilosas—, pero me gusta así.

Sabe que hay gente que no le creerá, porque ella es más del silencio que de cualquier otra cosa. Encuentra el silencio, incluso en el ruido. Lo anhela. Hay muchas cosas que se dice para sí. La mayoría de las palabras se le revuelven dentro. Nacen, mueren y reviven en el mismo lugar. Como si se tragase su propio vómito. Como el mar, que se traga las mismas olas una y otra vez. Las personas siempre le halagan por eso. Les resulta agradable así, calladita. A ella le gusta también —aunque ahora que lo piensa así, le resulta asqueroso—. Aprendió desde pequeña —o ha sabido siempre— a hablar para dentro. A acompañarse así. El silencio es de las pocas cosas que nunca le dieron miedo. Tampoco la soledad. El silencio no es incómodo. El silencio está bien si ella así lo quiere. Sabe que hay gente que le teme. Que abarrota el tiempo con cualquier palabra, con tal de no dejar espacio para que él llegue. Como si no fuera suficiente. Como si valiera menos que una frase. No, el silencio es una palabra necesaria. A otros, en cambio, su silencio les desespera. No lo entienden, no les basta. Quieren que ella hable, aunque diga cualquier cosa. Que rellene de una vez el vacío que tiene enfrente. Pero ella no ve ningún vacío. Algunas horas están llenas de silencio. Y no hace falta decir nada más.

Es ruidoso el mar. Muy ruidoso. Y se pregunta si será así porque quiere, o porque no le queda más. A ella le gusta el silencio, pero hay veces que tiene que callar porque no le queda de otra. Le gustaría decir esas cosas que incomodan a la gente, y le hacen bajar la mirada. Decir eso que nadie quiere escuchar. Reír de forma estruendosa, o llorar escandalosamente. Gritar. ‹‹Ahorita no, que no es momento››, le dicen. Pero nunca lo es. Le han dicho siempre que esa no es forma de comportarse. Pero ella no siempre quiere comportarse. Al mar nadie le pide que se comporte. Y sabe, aunque apenas le conoce, que por más que se lo pidan, él nunca lo hará. Su ruido, aunque caprichoso, siempre se saldrá con la suya.

Quiere tener la libertad estrepitosa del mar. Y se pregunta si acaso alguna vez él sentirá ganas de quedarse en silencio. De que nadie se entere lo que está pensando. A ella le pasa a menudo. Y se apena al darse cuenta de que él no puede. Por más que quiera, no puede callarse. Por más calmo que se encuentre, no puede deshacerse del ruido. Como cuando un chicle se te pega en el zapato. Y caminas y el sonido te molesta. Te persigue. Y sigues caminando para alejarte de él, pero no puedes, porque lo llevas contigo. El mar tiene el ruido encaramado en la espalda, y no puede quitárselo. Piensa, por ejemplo, que si quiere jugar a las escondidas, no puede. Lo encontrarán siempre. Que si algún día le apetece hablar para adentro, como ella, sin que nadie más lo escuche, tampoco puede. ¿Guardar secretos? Eso sí, claro que puede. Todo el mundo lo sabe: el mar tiene fama de guardar secretos, enterrar tesoros —al menos eso dicen en las pelis—. Acaban de conocerse, pero a ella ya le guardó varios.

—No hace falta estar callado para ocultar cosas —piensa, esta vez en voz alta, antes de dar media vuelta—. Así como tampoco hace falta abrir la boca para mentir.

 
 
 

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